Tierra de nadie

Sé que sé

Escudo del CNI en una bandera de la sede del centro de inteligencia.

Escudo del CNI en una bandera de la sede del centro de inteligencia.

Juan José Millás

Juan José Millás

Al bajar las escaleras del metro en dirección a mi andén me di cuenta de que un tipo seguía disimuladamente a otro. Los dos eran de mediana edad, delgados, uno de ellos vestido con ropas deportivas; el otro, como si trabajara en una compañía de seguros. El perseguidor era este último. Cogieron el mismo tren que yo, de modo que pude observarlos a gusto y montarme historias sobre si el primero sería un marido infiel y el segundo un detective privado, o si aquel un agente ruso y este un espía del CNI. Me dio lástima quedarme ahí, como si no hubiera más posibilidades, pero estas son las que nos han servido el cine y las novelas y a ellas nos atenemos dócilmente.

Al poco, detecté en el perseguido un movimiento de inquietud. Me pregunté si sospechaba que estaba sometido a vigilancia, pero luego, en una observación más cuidadosa, advertí que su cautela tenía que ver con el hecho de que él, a su vez, seguía a una mujer, también de mediana de edad, muy arreglada, en la que yo no había reparado hasta el momento. Me pregunté si todos, en aquel vagón, formábamos una cadena de perseguidos y de perseguidores, por lo que miré en derredor y descubrí a un tipo que volvió la cara cuando nuestras miradas estaban a punto de cruzarse. Este, el que daba la impresión de seguirme a mí, era el más joven de todos y llevaba una sudadera con capucha.

Curiosamente, los cuatro nos bajamos en Gran Vía y prácticamente en fila. Pero me metí en el edificio de la radio, donde tenía una reunión de trabajo a la que llegaba con retraso, y no pude averiguar en qué habría terminado la cosa de haber tenido libre la mañana. De todos modos, no dejé de pensar en ello el resto del día. Me dio la impresión de que había tropezado con una de las hebras que componen el tejido de la realidad. Una hebra desde la que era imposible reconstruir toda la malla sobre la que se sostiene el mundo. Me juré estar más atento a los mensajes del exterior, pues suelo ir bastante ensimismado y me pierdo a veces lo mejor. Se lo dije esa misma tarde a mi psicoanalista:

-Sé que sé, pero no sé qué es lo que sé.

-¿Se trata de una adivinanza? -preguntó ella.

-Un enigma -respondí-, y estuvimos dándole vueltas al asunto toda la sesión (50 minutos: 70 euros. Otro misterio).