¿Ha habido terrorismo en el ‘procés’?

Carles Puigdemont.

Carles Puigdemont. / EFE/EPA/RONALD WITTEK

Antonio Papell

Antonio Papell

El asunto resumido en la interrogación que titula estas líneas no es en absoluto banal porque, como es sabido, determinados jueces han emprendido un forcejeo con la mayoría política de gobierno en torno a la amnistía que se plantea conceder a los involucrados en el procés, entendiendo por tal el conjunto de actuaciones encaminadas a conseguir la independencia de Cataluña y cuyo punto álgido fue el referéndum del 1-O de 2017. Si realmente se probase la existencia de delitos de terrorismo (o de traición, figura que busca el juez Aguirre), la amnistía no podría alcanzar a quienes fueran condenados por delitos de tanta gravedad y que generan tan intenso reproche social, por su propia naturaleza no graciables.

Según la enciclopedia británica, Terrorismo es «el uso calculado de la violencia para crear un clima general de miedo en una población y así lograr un objetivo político particular. El terrorismo ha sido practicado por organizaciones políticas con objetivos tanto de derecha como de izquierda, por grupos nacionalistas y religiosos, por revolucionarios e incluso por instituciones estatales como ejércitos, servicios de inteligencia y policía. Las definiciones de terrorismo suelen ser complejas y controvertidas y, debido a la ferocidad y violencia inherentes al terrorismo, el término en su uso popular ha desarrollado un intenso estigma. Se acuñó por primera vez en la década de 1790 para referirse al terror utilizado durante...» (estas son las primeras cien palabras de una definición exhaustiva de 2.232).

Dicho de otro modo, y desde un punto de vista político, el terrorismo, que se asocia genealógicamente al Terror que practicaron los jacobinos durante la Revolución Francesa, contiene dos ingredientes indispensables: un designio revolucionario y el recurso estratégico a la violencia.

En el caso del ‘procés’, puede probablemente identificase un objetivo rompedor, ilegal, inconstitucional, revolucionario hasta cierto punto. Pero falta por completo la adopción de la violencia como estrategia premeditada de imposición. Y esta última no es una opinión sino la reproducción de una sentencia. El Tribunal Supremo, que juzgó a los nueve principales líderes independentistas que orquestaron el procés, descartó el delito de rebelión, solicitado por la Fiscalía, precisamente porque no hubo violencia.

El Supremo consideró probado que durante el otoño de 2017 se registraron en Cataluña «indiscutibles episodios de violencia» pero aseguren la sentencia que estos no bastan para condenar a los líderes independentistas por rebelión. «La violencia tiene que ser una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes», señaló la Sala, que además consideró que los altercados que hubo en Cataluña no bastaban por sí mismos «para imponer de hecho» la independencia y derogar la Constitución. Fue «violencia para lograr la secesión, no violencia para crear un clima o un escenario en que se haga más viable una ulterior negociación», afirmaba el tribunal.

Más delante, y como prueba de que la violencia no era una parte estructural del plan, los magistrados recordaron que «basto una decisión del Tribunal Constitucional» para que no se aplicaran las leyes de ruptura aprobadas por el Parlament y solo hizo falta «la mera exhibición de unas páginas del Boletín Oficial del Estado» que publicaban la aplicación del artículo 155 de la Constitución para que algunos de los procesados huyeran y los que se quedaron en España desistieran «incondicionalmente de la aventura que habían emprendido».

El Supremo, en definitiva, arroja sentido común sobre la descripción de los hechos que tiene que enjuiciar. En un país como el nuestro, en el que el nacionalismo radical vasco si organizó una perversa maquinaria de destrucción y muerte para arrancar a tiros la secesión, no era difícil advertir las profundas diferencias que había entre los pistoleros de un lado y los políticos embriagados de nacionalismo romántico de otro.

Podemos tener la opinión que queramos de la aventura de pospujolismo, pero los jueces que tratan de arrancar condenas extremas atribuyéndoles delitos gravísimos, o están obcecados o están jugando al juego peligroso de la intromisión en poderes ajenos.

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