Tribuna

Partitocracia

Pedro Antonio Mas Cladera

Pedro Antonio Mas Cladera

Hace unos días Daniel Capó publicaba un artículo en estas mismas páginas en el que reflexionaba acerca de la falta de cultura como causa última de la degradación de la vida política en nuestro país desde la Constitución de 1978 (Una España postconstitucional. DM de 29-12-2023). Ese mismo día y en el mismo periódico, Ramón Aguiló se refería a la partitocracia como principal causa del germen de la discordia. En ambos casos, se comentaba el discurso del Rey con ocasión de la Nochebuena.

Coincido plenamente en su apreciación de que el proceso de degradación que ha ido sufriendo la democracia española se debe, en gran parte, a la inadecuada forma de selección de las personas que han de ocupar las élites políticas, que, si bien en el período inicial del post-franquismo, resultaba atractiva a quienes acudían a la vida política con un bagaje, educación y formación suficientes, paulatinamente, cada vez más, se ha ido sustituyendo por la simple fidelidad a las siglas partidistas.

Ello ha llevado a que, salvo honrosas excepciones, para ocupar un cargo directivo -sea en la propia Administración o en un ente del sector público- el principal (o único) mérito lo constituya esa fidelidad o el trabajo que se haya podido hacer en el partido, sin que cuenten otros aspectos que, de forma general, deberían ser exigidos a los gestores público. A saber: formación, experiencia previa, conocimientos sobre la materia que se les va a encomendar, y otros aspectos de pura lógica (por desgracia, casi siempre ignorados en nuestro panorama político).

El excesivo e incontrolado poder que atesoran los «aparatos» partidistas ha pasado a convertirse en el único elemento decisor a estos efectos, lo que está provocando el desapego de los ciudadanos hacia las instituciones democráticas. Y ello puede dar lugar a que, de tanto zarandear al santo, también caiga la peana. Es decir, que, de tanto meterse con quienes ocupan los cargos, también se venga abajo el sistema institucional diseñado por la Constitución de 1978.

En cambio, si simplemente se respetasen las normas diseñadas en el texto constitucional y, sobre todo, los principios allí establecidos (de los que mucha gente se llena la boca, pero ignora a la hora de actuar), se mitigaría esa desconfianza hacia la política que puede apreciarse entre los ciudadanos. Y, con ello, se contribuiría a fortalecer las instituciones y la democracia representativa. Todo lo que signifique continuar por el camino seguido hasta ahora -favoreciendo a los propios y denigrando a los ajenos- no va a conducir más que al alejamiento de los ciudadanos, a una mayor degradación de la vida pública y a un debilitamiento del sistema democrático.

En ese aspecto, tampoco los partidos representativos de la nueva política (léase, Podemos -y sus sucesores-, Ciudadanos o Vox) se han apartado lo más mínimo del modo de hacer de los partidos tradicionales. Y para ello basta con echar una ojeada a los medios de comunicación, en los que se puede constatar que también en estos casos se premia la fidelidad y no otros atributos.

De ese modo, la ejemplaridad que debería presidir la vida política brilla por su ausencia, lo que incrementa el escepticismo de los ciudadanos y provoca su desconfianza ante la política. Y ello, a largo plazo, puede tener consecuencias letales para cualquier sistema democrático, como nos demuestra la historia del siglo XX.