Como la hiel

La carcajada sincera se contagia, dicen. Pero la experiencia me ha enseñado que no hay nada más infeccioso y contaminante que la amargura

Ilustración: Como la hiel

Ilustración: Como la hiel / DM

Ana Martín

Ana Martín

Si hay una verdad que no admite discusión es esta: los amargados no merecen el aire que respiran. Empiezo, en este mundo sin matices, aclarando la sentencia, por si acaso.

No me refiero a la gente que por azar desgraciado o circunstancias penosas no está de humor, porque tiene graves problemas físicos, psicológicos o monetarios, no. Me dirijo, de frente, a esa especie que siempre está malencarada, siempre escupiendo por el colmillo, siempre despotricando, la mayoría de las veces sin tener un motivo para ello.

A esos del «de qué se habla, que me opongo». A los de «veto, rehúso, rechazo».

A esos, ni agua.

Hubo un tiempo lejano en que mi natural ingenuidad me condujo a intentar conseguir que esos elementos sonrieran o, al menos, fueran amables.

Me empleé a fondo en saludar ostensiblemente, con tono tintineante, a seres humanos absolutamente ácidos, revirados, hostiles que, por supuesto, si contestaban al saludo se olvidaban al instante del despliegue castañuelero que había improvisado para ellos. Entendí, entonces, que eran un caso perdido y pernicioso y que diez minutos en su presencia equivalían a dos años de sufrimiento real.

Esa gente está entre nosotros y mi absoluto desprecio por ellos no viene por el hecho de que nos muestren su amargura estéril y obscena, qué va, allá cada uno con sus cosas.

Mi rechazo se fundamenta en que esa gente querría que fuéramos como ellos. Su único propósito, dado que están incapacitados para la alegría, es mutilar la nuestra. Y por ahí, no.

Gente así es la que, con retintín, nos dijo durante años a las mujeres de mi casa que cómo podíamos ser felices con la que teníamos encima.

La que teníamos encima era un padre con alzhéimer y una madre en coma inducido, pero nosotras sabíamos que había que resistir la tentación de caer en la hiel; que en cuanto mostráramos al mundo desesperación, ganas de salir huyendo, resentimiento, estaríamos acabadas.

Así que por supuesto que sonreíamos. Nos reíamos, a veces, a carcajadas.

¿Qué habrían hecho ustedes en nuestro lugar?

¿Cómo se habrían comportado, por ejemplo, sí, de vuelta de un viaje, con una gorra de tartán carísima para su padre, éste al verla la cogiera y, como quien agarra un despojo, la tirara sobre la mesa diciendo, con su lenguaje atropellado por la enfermedad y la indignación: «no la quiero, es de un viejo»?

¿Cómo habrían abordado el hecho de que la sedación le produjera a su madre alucinaciones en las que un guiri —traficante de cadáveres, para más señas— venía todos los días a su habitación de la UCI a pedirle dinero para la guagua?

Pues eso habrían hecho. Lo que hicimos nosotras. Reírnos hasta el llanto. Guardar la gorra ofensiva para siempre en una gaveta donde mi padre no alcanzara a verla. Tranquilizar a mi madre diciéndole que el guiri vendedor de cuerpos, acabada su misión, había vuelto a su país. Darle la vuelta a la desgracia, conjurar con la risa la enfermedad y la muerte.

El amargado no. El amargado habría encontrado la excusa perfecta a su actitud, para desventura de la población cercana e, incluso, de la remota, porque la amargura es una cosa que tiene onda expansiva y se siente vibrar, aunque uno esté a kilómetros del sujeto que la desprende y la esparce.

Y es, al tiempo, pesada, al contrario que la risa, que nace ligera y se evapora enseguida, por eso hay que estarla renovando continuamente, para que el amargado sepa que no ha podido con ella.

La carcajada sincera se contagia, dicen. Pero la experiencia me ha enseñado que no hay nada más infeccioso y contaminante que la amargura.

Por eso hay que protegerse de ella a como dé lugar, este año y todos los que vengan.

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