Escrito sin red

Un silencio atronador

Ramón Aguiló

Ramón Aguiló

Un silencio atronador resuena en toda España tras las informaciones aparecidas en las redes sociales sobre las presuntas infidelidades de la reina consorte Letizia Ortiz. El origen de las mismas procede del abogado Jaime del Burgo, antiguo amante de la reina, y del libro de Jaime Peñafiel Letizia y yo. Es un silencio atronador porque toda la prensa del corazón europea y diarios serios como The Times se han hecho eco de ellas, mientras que en España sólo Lecturas y la cadena a la que pertenece el Diario de Mallorca han dado cumplida y escueta información. El resto de prensa y televisión generalista ha obviado un escándalo que por su relevancia sí tiene cabida en los medios no convencionales, donde se agita como un incendio fuera de todo control. Según las confesiones del abogado las relaciones amorosas con Letizia Ortiz desembocaron en el matrimonio con su hermana Telma y se reanudaron durante 2010 y 2011 cuando ya habían nacido las infantas Leonor y Sofía. El revuelo es de tal magnitud que en las redes se cuestiona incluso la filiación de una de las hijas del matrimonio Borbón-Ortiz. Todo ello obliga a replantear las interpretaciones dadas hasta el momento de la supuesta crisis en 2013 cuando la entonces princesa dejó al príncipe Felipe y las niñas en Marivent y voló sola a Madrid. Entonces se especuló con que las desavenencias matrimoniales tenían su origen en las presuntas comisiones de Juan Carlos I, Corinna y el caso Noos, cuando su padre exhortó a Felipe a divorciarse. Parece ser que no, que la cuestión radicaba en los amoríos con del Burgo, conocidos por toda la familia Borbón. Sobre la historia personal de soltera de Letizia, su primer matrimonio y la atribución de un aborto, se había construido una imagen desfavorecedora en el momento de su compromiso con el príncipe Felipe. Más tarde, las sucesivas cirugías estéticas que transformaron completamente su imagen y los sucesos ocurridos en 2018 en la catedral de Palma contribuyeron a la formación de un perfil perfeccionista, controlador y manipulador de todo su entorno, que revelaba un carácter jupiterino. Lo curioso es que, simultáneamente, se le adjudicó el mérito de recuperar el prestigio de la monarquía desplazando a quienes lo habían estado socavando, Juan Carlos I, Helena, Cristina; y recreando el concepto de Familia Real y familia del Rey. Se nos vendió la imagen de un matrimonio ejemplar que, con la que está cayendo, ha quedado hecha trizas.

Vaya por delante que las infidelidades en los matrimonios reales son moneda corriente en toda Europa. El último ejemplo ha sido el de Federico de Dinamarca con Genoveva Casanova, cazados en Madrid, que ha sido obviado con la abdicación de Margarita y la entronización de Federico y Mary Donaldson. Y que, tanto monta monta tanto, Isabel y Fernando, reyes o reinas, por debajo de los armiños aletea la misma hormona testosterona de los ciudadanos sin corona, menos relevante en las féminas. Aunque tales lances sexuales no tienen la misma trascendencia entre gente común y cabezas coronadas. Por una razón muy simple: las parejas reales se diferencian de las del común por su función simbólica, que demanda ejemplaridad. La cual, al desmontarse, inevitablemente conduce a un cierto desencanto de la ciudadanía al toparse con la realidad de los apetitos carnales que desnudan a las altezas reales, nivelándolas al común de los mortales. Lo hemos visto en el Reino Unido, en Bélgica y en la España de Isabel II y en la de Alfonso XIII. Si bien cabe señalar una asimetría que rompe con la igualdad moral de una u otra infidelidad: no es lo mismo que la infidelidad la protagonice el rey o reina, jefes de Estado, a que lo haga el rey o reina consorte. Que rey o reina jefes de Estado luzcan cornamenta (Isabel II del Reino Unido) no es lo mismo que lo hagan sus consortes, menos necesitados de pompa, circunstancia y espíritu militar.

Lo inevitable es preguntarse por este silencio atronador. ¿Cabe pensar que los medios más poderosos y con más audiencia temen afrontar esas informaciones por las consecuencias que podrían acarrear para la pervivencia de la monarquía? ¿Son esas supuestas infidelidades de Letizia de verdad una amenaza para la monarquía y, por tanto, para el sistema constitucional? ¿Acaso no cabe especular con que ese silencio multiplica y aviva el morbo y el incendio en las redes sociales? ¿No podría ese silencio, por sí mismo, por el hecho de que se puede estar privando a los ciudadanos de una información relevante que afecta a las más altas instancias contribuir a la desafección de los mismos respecto al Estado? ¿No se estaría conculcando el artículo 20.d de la C.E. donde se reconoce el derecho a recibir información veraz por cualquier medio de difusión? ¿No se estaría imponiendo algún tipo de censura previa, tratando a los ciudadanos como discapacitados menores de edad, incapaces de hacer una valoración equilibrada de los hechos?

También es inevitable plantearse el porqué de estas informaciones ahora, en este momento, cuando tras pronunciamientos trascendentales del funcionamiento del sistema político realizados por FelipeVI, el del 3 de octubre de 2017 y el de la pasada nochebuena, se puede haber llegado por parte de las fuerzas deconstituyentes a la conclusión de que para acabar con el sistema de 1978 es preciso en primer lugar acabar con la monarquía, la clave de su bóveda y hasta ahora la institución más comprometida en su defensa. No puede ser baladí que el medio de comunicación que ha vehiculado las informaciones más hirientes y desestabilizadoras sea El Nacional.cat, al servicio del independentismo catalán. Aceptemos pues que se han juntado el hambre y las ganas de comer y que no por provenir muchas de las informaciones de ese medio puedan ser falsas. A saber, si puede ser cierto o no que el abogado del Burgo comparte las antiguas querencias republicanas de Letizia y su familia y aspira también a cambiar el régimen. A saber, cuáles son las motivaciones de Jaime Peñafiel, aparte de la probada inquina por una reina consorte que ha dado demasiadas muestras de altivez y ambición. Todo ello rezuma exceso y megalomanía. Cuando las pasiones propias de la humanidad se manifiestan en el ámbito del poder se transforman en fuerzas destructivas que generan tragedias como las que escribió William Shakespeare; ante las que exigimos luz, más luz.

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