Tribuna

Presupuestos

El partido gobernante presenta la cuestión como si de ella dependiera toda la acción política del año entrante y como si el contenido del presupuesto difiriera mucho del precedente

Pedro Antonio Mas Cladera

Pedro Antonio Mas Cladera

En el mundo del deporte suele ser habitual que, cuando se pregunta a un entrenador sobre el próximo equipo al que van a enfrentarse, aquel responda que se trata de un rival muy duro, al que es difícil vencer, resaltando sus virtudes. Ello es una forma de cubrirse en caso de perder el partido, y, a la vez, pretende destacar el valor de la victoria propia, si se produce. Es como si dijera: nosotros somos muy buenos porque hemos logrado vencer a un equipo tan difícil. Una manera de elevar la autoestima del equipo y de su afición. Basta leer, escuchar o ver cualquier declaración de un entrenador de algún equipo de fútbol los días previos a un encuentro: nunca encontraremos ninguno que diga que el rival es malísimo y que le van a golear, aunque sea el colista en la clasificación.

En la vida política sucede justo lo contrario, ya que los dirigentes tienden a exagerar los méritos propios, sin dar valor a los adversarios, y tratan de presentar sus logros como grandes avances para la sociedad, cuando, en la mayoría de ocasiones, se trata de asuntos que, en el fondo, no tienen tanta trascendencia (fuera del ámbito puramente político, claro está).

Así ocurre, año tras año, cuando se tramita el correspondiente presupuesto para el ejercicio siguiente (ya sea mediante una ley, en el caso del Estado y las comunidades autónomas, o por medio de acuerdo del pleno, en las corporaciones locales). En esas ocasiones —y más cuando es el primer presupuesto de una legislatura en la que ha habido cambio de mayorías— el partido gobernante presenta la cuestión como si de ella dependiera toda la acción política del año entrante y como si el contenido del presupuesto difiriera mucho del precedente. Y cuando, tras mucho tira y afloja, logra ser aprobado el presupuesto, se presenta la cosa como un gran éxito, que va a suponer un cambio importante en la vida de los ciudadanos. A las fotografías recientes en el Parlament me remito, llenas de abrazos y parabienes entre dirigentes del PP y Vox.

La realidad, sin embargo, es mucho más prosaica, y la aprobación de los presupuestos no deja de ser un acto de normalidad, pero nada más. Es preciso recordar que, en un porcentaje muy elevado, los gastos que se recogen en el presupuesto vienen exigidos por obligaciones legales y derivan del ejercicio natural de las propias competencias; así, los créditos para personal, otro gasto corriente (compra de bienes corrientes y de servicio, energía, etc.) o el pago del endeudamiento, ese conjunto constituye una parte sustancial de los gastos previstos en el presupuesto. De tal manera que lo que queda, tras ese gasto, diríamos obligatorio y en la práctica ya comprometido, es realmente mucho menos y no justifica, desde luego, una alegría como la que se manifiesta por los responsables políticos (cercana, por las fechas, a las de los que les toca el Gordo de la lotería).

En definitiva, que hay que recibir esas noticias con la necesaria distancia y relativizando tanto los éxitos, como los fracasos en la gestión política. Si ellos mismos lo hicieran así, creo que nos iría mucho mejor a todos. Dejando aparte, además, el hecho de que el presupuesto es una mera previsión —o sea, lo que puede hacerse—, mientras que lo que cuenta es lo que se haga en realidad —es decir, cómo se ejecuta el presupuesto (a lo que, paradójicamente, se le suele prestar muy poca atención)—.