Tribuna

El rey debería encontrarse

El rey Felipe VI y Pedro Sánchez el pasado noviembre.

El rey Felipe VI y Pedro Sánchez el pasado noviembre. / EFE / Ballesteros Pool

Xavier Cassanyes

Xavier Cassanyes

El día de la apertura de la legislatura, los medios se fijaron en esas miradas, fulminantes para algunos, que el Rey dirigía al presidente Sánchez cuando se refería a la defensa de la Constitución. Un discurso en línea con una interpretación restrictiva de la Constitución, ignorando su carácter progresivo, y de construcción de nuevos horizontes que el texto constitucional permite y apunta, en coherencia con el espíritu de los constituyentes que impulsaron, sin cerrarlo, el estado autonómico.

Una inédita planta territorial fundamentada en una nueva lectura de España, expresada en el artículo segundo de la Constitución, donde se eleva al mismo nivel la indisoluble unidad de la Nación española,… y … el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran … Artículo respaldado entonces por, al menos, el 20 por ciento de los diputados constituyentes que estaban claramente por el estado federal.

Del rey se espera moderación y equilibrio: centralidad en el sentido propio de una jefatura de Estado que no se implica en el eje derecha e izquierda, sino que, como símbolo de la unidad del Estado, tiene su compromiso político en la pervivencia y viabilidad del propio estado. Por eso es de preocupación que ceda a la visión belicosa que tiene la derecha nacional-unitarista, excluyente de otras realidades nacionales en España, y frontalmente opuesta a un estado plurinacional. Seguir el discurso de PP y Vox, es una elección peligrosa para la monarquía porque aboca, a los que creemos en la viabilidad del estado plurinacional, a considerar que un estado federal solo puede pensarse desde la república.

Alinearse con los atributos históricos de la derecha no es buen negocio para la institución monárquica. La última experiencia, la de Alfonso XIII, terminó con el fin de la institución porque no acertó a evaluar correctamente la cuestión catalana y el pulso del País en su proceso de transformación social y política. Como, por ahora, tampoco se percata Felipe VI, que todavía no renuncia al privilegio de la inviolabilidad penal, esa que permitió los desmanes de su padre, y que juristas de Baleares le demandan, por segundo año, en esta Navidad.

El reinado de Alfonso XIII significó el fin del régimen de la restauración de 1874, entre otras, por la eclosión del catalanismo político de Solidaritat Catalana, que consiguió la mayoría electoral en Catalunya; 41 de 44 diputados en las elecciones de 1907. La derecha nunca quiso mirar al nacionalismo, que entonces era integrador con España, como colaborador con el Estado.

Pero no estamos en esos extremos porque ahora hemos fortalecidos los cauces de la convivencia y la estabilidad, valores de progreso económico y social, y porque los frentes se han trasladado a las incruentas, no por ello menos desestabilizadoras, redes mediáticas.

Decía en un artículo, publicado a raíz de la proclamación de Felipe VI, que en esta España de corazón republicana, la monarquía tendría que validar su legitimidad social asumiendo un papel institucional de calado histórico. Comparaba con su padre, que se legitimó ante la sociedad cuando aportó un plus de compromiso personal, impulsando el cambio político buscando integrar a Catalunya y Euskadi, principalmente, en un proyecto de España viable y de futuro.

Desde su proclamación como rey, Felipe VI estaría buscando esa ocasión de legitimación social. Y la encontró tras la proclamación, no ejecutiva, de la república catalana (la presidenta Carme Forcadell hizo constar en acta que la dicha proclamación no tenía efectos jurídicos) en un discurso duro de defensa de una Constitución unionista, sin dejar puerta alguna a una visión conciliadora e integradora de la plurinacionalidad a la que apunta la Constitución en su artículo segundo. Ahí el rey se excedió de protagonismo en su figura, queriendo emular el discurso de su padre cuando al golpe armado de 23 de febrero de 1981.

El resultado fue la ampliación de la brecha catalana y el descrédito de la monarquía como solución, a diferencia de su padre, y con riesgo de que la monarquía vuelva a ser vista como problema.