Descomposición

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

«El cadáver fue encontrado en avanzado estado de descomposición», leemos en las crónicas de sucesos. Esa gélida prosa forense se ha convertido ya en una especie de lugar común. Y cuando leemos esa frase, pensamos que nos hacemos una idea aproximada, o que al menos podemos intuir lo que significa, aunque en realidad ninguno de nosotros puede imaginar lo que designa esa frase. Recuerdo que una vez, hace muchos años, en París, cuando yo trabajaba de canguro en casa de un policía, el hombre volvió muy tarde del trabajo. No saludó al entrar y se fue directamente a la cocina. Allí se sentó a la mesa y estuvo un rato con la cabeza gacha, sin decir nada, mirando al vacío como si fuese un buzo en una cámara de descompresión. Era como si estuviera esperando el momento adecuado para salir a la superficie, porque de momento no era capaz de hacerlo: no tenía fuerzas, ni ganas, ni voluntad siquiera. Sus hijos le pedían que fuera a jugar con ellos, pero él ni se inmutaba. Supuse que el policía había tenido un mal día, así que me llevé a los niños a su cuarto y lo dejé tranquilo. Al cabo de un rato, el policía me contó que había tenido que ir a la morgue a identificar un cadáver y que ahora tenía el cuerpo casi tan descompuesto como el fiambre. El policía era un tipo duro -y muy buena persona-, pero aquel día estaba deshecho. Literalmente. Había visto lo que nosotros no veremos nunca (si tenemos suerte, claro está).

Cuento esto porque el otro día, al ver el debate de investidura en el Congreso, me acordé de aquella tarde en que el policía parisino regresó descompuesto de su visita a la morgue. Y no era para menos. Para cualquiera que tuviera dos dedos de frente, estaba claro al ver el debate (o lo que fuera) que nuestro régimen parlamentario había muerto y estaba ya en avanzado estado de putrefacción. El respeto mutuo, la idea del acuerdo entre antagonistas, el reconocimiento ideológico del adversario, la idea misma de parlamentarismo como un método político que no es concebible sin la discusión y el consenso, todo eso está ya bien muerto (pero no enterrado: lo teníamos a la vista, con sus moscas y sus larvas y sus gusanos).

Si alguien pensaba que aún vivimos en un sistema de democracia parlamentaria, está muy equivocado. Hemos entrado en otro sistema que aún no podemos denominar, un sistema iliberal o caudillista o meramente zoológico, en el que hay pirañas en vez de parlamentarios y en el que los gritos y los pateos son preferibles a los razonamientos. Se mire como se mire, lo único que cuenta es el asentimiento servil a las órdenes del jefe y el griterío destemplado contra el contrincante. Ya nadie intenta convencer a nadie: ahora sólo valen los desplantes, las sonrisitas de perdonavidas, los gestos amenazadores y las miradas de desprecio. Las palabras ya han perdido su sentido -si es que alguna vez lo tuvieron- porque ahora sólo se trata de crear una atmósfera de odio que lo envuelva todo y lo contamine todo y lo destruya todo. Y no hay escapatoria. Si queremos saber cuál es la condición actual de nuestra vida política, sólo nos sirve aquella frase –«en avanzado estado de descomposición»- que usan los periodistas de sucesos cuando dan cuenta del descubrimiento de un cadáver en un paraje solitario. Antes he escrito «vida política», pero es muy dudoso que podamos usar esos dos conceptos –vida y política- cuando nos referimos a los debates de nuestros parlamentarios. En esos debates ya no hay ni un solo rastro de vida, al menos de vida inteligente. Y por lo tanto, ya no hay política. Hay otra cosa -una cosa fea, sucia, amenazadora, maligna-, pero ya no es política.

Y uno de los síntomas más evidentes de esta descomposición es la forma en que los periodistas y los comentaristas políticos hacen contorsiones mentales para intentar justificar lo que sucede. Es un espectáculo macabro contemplar a personas medianamente inteligentes -o incluso inteligentes- intentando camuflar con ideas atropelladas y con metáforas descoloridas la descomposición irreversible de nuestro sistema parlamentario. Supongo que estos comentaristas actúan por cobardía, o por simple interés económico, o por ceguera ideológica -o por las tres causas a la vez-, pero el espectáculo sigue siendo igual de lamentable. Y de grotesco.

Tenemos el índice de desempleo más alto de la Unión Europea. Tenemos una administración pública paralizada -o momificada- que es incapaz de tramitar a tiempo las pensiones de jubilación. Tenemos una deuda pública insostenible que seguiremos pagando dentro de no sabemos cuánto tiempo (si es que este planeta sigue en pie). Tenemos una educación pública que se cae a pedazos y unos servicios de salud que también se caen a pedazos, entre el desánimo generalizado de médicos y profesores y usuarios. Pero nada de eso importa, amigos. Todo eso son menudencias. Hay que arrearle fuerte al adversario hasta dejarlo grogui. Y el resto es silencio.

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