LAS CUENTAS DE LA VIDA

Un país así...

España es un país que no invita al optimismo

Daniel Capó

Daniel Capó

La importante entrada de capital saudí en Telefónica, la principal empresa española de telecomunicaciones, ha vuelto a poner sobre la mesa el debate acerca de nuestro modelo económico. Si el ciclo que se inició en la segunda mitad de los noventa movía al optimismo gracias a una economía en plena efervescencia –por entonces, la prensa internacional hablaba del Spanish bull–, los años posteriores, desde el crash de las subprime, han sido de franca decadencia. La falta de vigor del Ibex-35 es un signo corporativo que acompaña la debacle de los salarios, el desempleo enquistado y unas cuentas públicas adictas al endeudamiento masivo. Más allá de la propaganda oficial, la descapitalización del país resulta evidente para cualquiera que toque la realidad de nuestro día a día sin las anteojeras de la ideología. Telefónica es una empresa clave a muchos niveles –incluidos los que conciernen al espionaje y la defensa–; pero no se trata sólo de una de las vigas maestras de la Seguridad Nacional, sino de una señal de debilidad manifiesta, a la luz del movimiento de compra saudí: España es un país en venta, que ve cómo sus principales corporaciones se marchan o se ofertan a precios de saldo.

La ingenuidad de los noventa, con la privatización acelerada de los antiguos monopolios en manos del Estado, no resulta suficiente para explicar nuestra actual decadencia. Dicho de otro modo, la crisis española –que recuerda otras crisis anteriores, también en cuanto al contexto histórico– es consecuencia de una mala lectura de los impulsos revolucionarios de la globalización: frente a la capilaridad industrial de una economía competitiva, se optó por el dinero fácil del sector financiero; frente al potencial del capital humano, se desarboló la exigencia educativa (sacrificada no se sabe muy bien en qué altar pedagógico); frente a la prudencia fiscal que permite consolidar las ganancias intergeneracionales, se escogió el gasto sin reglas; frente a la pacificación social y política como consecuencia de la democratización, se viró hacia un estado de confrontación continua; frente a la calidad institucional, se intervino en la dirección contraria; frente a la excelencia como sello de un país, se prefirió el discurso excluyente de las identidades; frente al cultivo equilibrado de lo común y lo diverso, se decidió vaciar de sentido lo que compartimos para dejar en pie sólo una caja administrativa y los ecos de un pasado. El futuro, en cambio, se asemeja mucho más a un sálvese quien pueda.

El intelectual francés Marc Bloch se ha referido frecuentemente a los fracasos de la historia como fracasos colectivos de la inteligencia. Algo de esto hay. Si la generación que hizo posible la Transición estuvo a la altura de lo que les exigía su época, las generaciones posteriores no hemos hecho bien nuestro trabajo. Unos porque rompieron con la memoria del bien recibido y cayeron en el error del adanismo; otros porque siguieron con ingenuidad los eslóganes interesados de los ideólogos; otros, por egoísmo; otros, por arrogancia o voluntad de poder. La mayoría, sencillamente, por el mimetismo de las masas, que se suman a la última moda.

Un país más pobre, con sus principales empresas intervenidas por el capital exterior y con una enseñanza que ha colapsado en las pruebas internacionales; un país encerrado en sus fantasmas y, a la vez, sin memoria; un país que se muestra incapaz de pactar lo esencial y de mirar hacia el futuro; un país cuya riqueza se concentra en tres o cuatro ciudades, endeudado y envejecido demográficamente… Un país así no invita al optimismo.

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