El milagro del sol

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Cada vez que se acercan unas nuevas elecciones, me acuerdo de una foto —o mejor dicho, de varias fotos— que se tomaron hace más de un siglo en una aldea del centro de Portugal, en Aljustrel, por más señas, donde estaba la Cova de Iria. Hace años, casi todo el mundo conocía la historia de los pastorcitos de Fátima, pero ahora esa historia se ha olvidado casi por completo. Pues bien, en mayo de 1917, los tres pastorcitos de Fátima dijeron haber visto a la virgen en una encina cerca de la cueva de Iria. Primero vieron un gran resplandor de luz solar. Y luego, en la encina, vieron a la virgen. Al principio nadie creyó a los pastorcitos, y más aún cuando la Virgen les reveló que dos de ellos iban a morir muy pronto (cosa que sucedió en menos de dos años), pero ellos insistieron y poco a poco la gente empezó a congregarse en los alrededores de la cueva. Aquella zona del centro de Portugal —no hace falta decirlo— era muy pobre. Los lugareños tenían bocio, raquitismo, desnutrición. Sufrían toda clase de enfermedades —de hecho, dos de los pastorcitos murieron siendo aún niños, tal como había anunciado la Virgen— y tenían que sobrevivir en una economía de subsistencia muy parecida a la de sus antepasados y a los antepasados de sus antepasados. La tierra no era muy fértil: daba para tener rebaños de cabras y de ovejas, pero eso era todo. No había nada más.

Pero en cuanto se empezó a difundir la noticia de la aparición de la virgen, la gente de los alrededores empezó a reunirse a las afueras del pueblo. Los periódicos empezaron a hablar del «milagro del sol» —muchos se burlaban de los pastorcitos, a los que trataban de aldeanos supersticiosos e ignorantes—, pero la gente seguía acudiendo a la cueva. En el verano de 1917 llegaron a reunirse unas 30.000 personas. Fue entonces cuando se tomaron las fotos, de las que se encargó un fotógrafo enviado por O Século, uno de los grandes periódicos de Lisboa. El país se había dividido en dos mitades: los anticlericales del gobierno (Portugal acababa de convertirse en República) acusaban a los pastorcitos de ser poco menos que unos retrasados mentales. La Iglesia actuaba con mucha cautela, temerosa de chocar con el gobierno republicano, y no quería pronunciarse sobre las apariciones. Pero la gente del pueblo —los campesinos, los pastores, las mujeres descalzas y cargadas de niños que vivían en las aldeas— se arrodillaban durante días enteros y miraban hacia arriba esperando la aparición de la virgen y el milagro del sol.

Las fotos que nos han llegado de aquellas peregrinaciones a Fátima son extraordinarias, y en cierto modo parecen salir de una de aquellas primeras películas soviéticas de Dovzhenko o de Dziga Vertov. En esos rostros campesinos de Fátima, destruidos por el hambre y las penalidades, hay más verdad que en todo el arte del siglo XX. Todos esos campesinos miran hacia el cielo, todos esperan, todos quieren recibir la señal. En esa misma época, en Rusia, miles de campesinos como esos del centro de Portugal, con unos rostros muy parecidos a los suyos y unos andrajos muy parecidos a los suyos, también miraban al cielo esperando un milagro. En su caso, el milagro se llamaba comunismo. En el otro caso, el milagro se llamaba Virgen de Fátima (o el milagro del sol). Pero todos esperaban lo mismo: una señal que significase el final de sus penalidades, un resplandor incomparable que los sacara para siempre de esas vidas destruidas por la miseria y la desesperanza. Pero llegó el invierno, y las apariciones cesaron, y los dos pastorcitos más jóvenes murieron —la otra pastorcita se hizo monja y llegó a vivir 97 años—, hasta que en 1930 la Iglesia aprobó las apariciones y se construyó el Santuario de Fátima y empezaron a llegar otra clase de peregrinos, los que viajaban en autocar con un guía y un tour organizado. Los campesinos volvieron a sus aldeas. Y todo volvió a ser igual. Unos emigraron a Brasil, otros a África, otros emigraron a Francia o a Inglaterra, y otros murieron de bocio o de neumonía o de simple desesperación.

Ahora que se acercan de nuevo unas elecciones, miro los rostros esperanzados de los lugareños congregados frente a la cueva de Fátima. A primera vista, nada nos une a esos campesinos andrajosos que esperan impacientes ver un signo en el cielo. Pero en realidad, por muy distintos que creamos ser y por muy alejados que nos creamos de su forma de vida, en el fondo nos parecemos mucho a esos aldeanos de Aljustrel. Todos soñamos con que ocurra algo que cambie para siempre nuestras vidas. Todos esperamos que haya un extraño resplandor en el cielo que nos anuncie que nuestra vida mejorará y ahora empezaremos a ser un poco más prósperos y un poco más felices. De lo que ocurrió hace más de un siglo en Aljustrel ya sólo queda el áspero paisaje de encinas y de rocas de granito, apenas alterado en todos estos años. Pero nosotros, nos guste o no, seguimos pareciéndonos mucho a aquellos toscos lugareños arrodillados con la vista perdida en el cielo.

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