La guerra de Ucrania, un cambio de era

Antonio Papell

Antonio Papell

La guerra de Ucrania cumple un año y es pertinente levantar la mirada para observar los cambios geoestratégicos que esta inesperada convulsión ha producido en un mundo que no veía venir semejante desastre cuando se suponía que había cesado la confrontación ideológica de la guerra fría y hasta la pugna imperialista entre las potencias por agrandar las respectivas zonas de influencia.

El final de la política de bloques, ligado a las nuevas tecnologías de la información, hizo posible el surgimiento de la idea de globalización, que resultó ser mucho más compleja que lo que imaginaban quienes creían en el célebre ‘final de la historia’ de Fukuyama, que suponía el reconocimiento del éxito de la democracia política y el inicio de un camino de convergencia hacia este objetivo por parte de los modelos autoritarios que discordaban del panorama general. Fueron unos años de relativo desconcierto en que Rusia llegó a pedir el ingreso en la OTAN (en 1990, Mijaíl Gorbachov, en plena desbandada soviética, le pidió la entrada en la OTAN al secretario de Estado norteamericano, James Baker), que dio paso a un conjunto de movimientos populistas que culminaron con la elección de Trump en los Estados Unidos. La tensión este-oeste sirvió de engrudo democrático a la OTAN, que era el verdadero club democrático de los países con pedigrí, que empezó a desagregarse cuando Trump adoptó la postura introspectiva del American First que a la postre jugaba a favor del la multilateralidad que predicaban y pretendían China y Rusia, y también la India en cierta manera.

Aquella visión unipolar que se difundió a partir de la caída del muro de Berlín en 1989, tras la extinción del Pacto de Varsovia y el desmoronamiento de la URSS, fue la que se utilizó para reconstruir la Alianza Atlántica que recuperaba la vieja idea de Europa que se extendía hasta la frontera rusa. Los aliados –ya reinaba Bush padre en los Estados Unidos— prometieron a Gorbachov que la OTAN no avanzaría hacia oriente, pero, como parece natural, los países que se habían liberado de la férula soviética exigieron formar parte del dispositivo de seguridad occidental, incluso antes de ingresar en la Unión Europea. Y así fue: las tímidas protestas de Moscú no pudieron impedir la ampliación de Alianza. Hasta que Rusia consideró inaceptable que también Ucrania, que se había anexionado Crimea en los años cincuenta del pasado siglo y cuyo territorio oriental, el Donbás, era rusófono, cayese en la órbita occidental, militar y políticamente. La toma de Crimea por Moscú en 2014 fue un primer aviso.

En definitiva, Rusia, de la mano del dictador nacionalista Putin, no ha podido tolerar los devaneos de Kiev y se ha sentido psicológicamente impelida a una guerra absurda, que ha reforzado la cohesión occidental. Occidente ha superado el populismo introspectivo de Trump, las diferencias de todo tipo que se abrían entre la Unión Europea y los Estados Unidos, la decadencia de la propia OTAN… Y la multipolaridad, que daba margen de maniobra a Moscú y que abonaba la formación de una entente con China, ha dejado de ser una expectativa simple. China, en concreto, es consciente de que le conviene contar con la amistad rusa para reforzar su posición estratégica, pero también sabe que esta guerra le impide continuar creciendo a buen ritmo –una condición sine qua non para mantener la estabilidad del régimen autoritario— y que su desarrollo será más fácil si cuenta con la cooperación de Washington en el terreno económico, tecnológico y comercial. Por eso es de prever que Pekín, que da soporte diplomático a Moscú sin involucrarse militarmente, ofrecerá una plataforma para un armisticio, que solo puede consistir en la desmilitarización de una amplia zona fronteriza que no suponga cesiones de soberanía, que ni Oriente ni Occidente consentirían.

Esta fórmula podrá dar paso a una nueva multipolaridad con menos tensiones, aunque todavía pervivan contenciosos como el de Taiwan, muy delicado, o el de la propia excentricidad de Corea del Norte, tan imprevisible. Pero el fin de la guerra puede ser, al cabo, el anclaje pacífico de una nueva forma de coexistencia.

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