El PSOE propuso la elección directa de alcaldes en sus programas electorales de las municipales de 2003 y de las generales de 2004 (con anterioridad, la había planteado mediante una proposición de ley en 1998) , y ahora el PP hace lo propio en vísperas de las elecciones municipales de 2015. Ni entonces ni ahora se han dado argumentos convincentes para tal iniciativa, salvo la afirmación axiomática de que la ciudadanía prefiere que gobierne quien gana las elecciones que quien obtiene la mayoría mediante una coalición.

Realmente, si esto fuera verdad, la sociedad de este país habría vivido en permanente zozobra durante toda la etapa democrática, ya que, como reza la conocida teoría de Duverger, los sistemas electorales mayoritarios dan lugar a modelos bipartidistas y los sistemas proporcionales, a sistemas multipartidistas, de modo que, al habernos dotado nosotros de un modelo parlamentario construido sobre la proporcionalidad corregida, estábamos condenados a un moderado pluripartidismo, y, por consiguiente, a los pactos y coaliciones para lograr la estabilidad.

Sucede sin embargo que la sociedad de este país ha demostrado con creces su intuición y su inteligencia políticas, por lo que con toda probabilidad aprecia en lo que vale la capacidad de negociación y pacto de que han de hacer gala los partidos para gobernar mediante coaliciones. No repugna a la inteligencia „pongamos por caso„ que PSOE e IU, que están cercanos, gobiernen en Andalucía.

El sistema electoral español no se eligió al azar. En el período preconstituyente, se generó un amplio consenso sobre la necesidad de que en España tuvieran protagonismo parlamentario, además de dos grandes fuerzas de centro-derecha y centro-izquierda como en los países de nuestro entorno, otras formaciones, y en concreto la comunista y las nacionalistas de la periferia. Las historias del constitucionalismo español explican aquella génesis, que se plasmó en la Constitución „que habla de "criterios de representación proporcional"„ y que dio lugar a la ley electoral con la que se rigieron las primeras elecciones democráticas, preconstitucionales, del 15 de junio de 1977. Aquella norma es sustancialmente igual que la actual porque todo nuestro sistema parlamentario se ha construido y desarrollado, a todos los niveles administrativos, con los mismos criterios.

Así las cosas, nos hemos acostumbrado al modelo vigente, que nos ha proporcionado estabilidad y confianza, de forma que la necesidad de cambiar la ley no es percibida por la opinión pública, ni mucho menos contemplada como una medida "de regeneración política". Primero, porque según el conocido estudio de la Universidad de La Laguna de 2013, el 80% de los ayuntamientos españoles tiene mayoría absoluta (asú sucede en 35 capitales de provincia). Y, segundo, porque la corrupción no está precisamente en los municipios gobernados en coalición: de los 676 casos de corrupción investigados en dicho trabajo universitario, el 44% afectaba a municipios gobernados en solitario por el PP, el 31,2% a los del PSOE, el 2,7% a los gobiernos de IU y el 22,3 a partidos autonómicos, nacionalistas, regionalistas y locales, que son los que habitualmente forman gobiernos de coalición.

Como es lógico, compartir el poder facilita la fiscalización de la gestión, la entrada de luz en los entresijos de la política, en tanto las mayorías absolutas han sido históricamente en nuestro país frecuentes viveros de arbitrariedad, oscurantismo e irregularidades. Así las cosas, quienes quieren cambiar ahora el modelo, casualmente cuando las encuestas les anuncian una caída en picado del apoyo social, tendrán que dar muchas explicaciones para que no parezca que se actúa con claro oportunismo.