Aunque el humor es impredecible, nunca imaginamos que El Jueves anarcoide se inmolaría a lo gonzo por el mismo procedimiento que el fundamentaloide Arias Cañete. De hecho, tengo redactado un formulario en defensa de la libertad de expresión de las revistas satíricas, que apliqué precisamente por última vez cuando el semanario antes citado fue condenado, por una enjundiosa caricatura de los Príncipes de Asturias. Sin embargo, mi ira está modulada para responder a los censores externos, y enmudece cuando hasta los desvergonzados bufones suspiran por la buena reputación que les franquee el acceso a palacio.

El humor es un exceso. No perdona ni pide perdón, y paga ambas debilidades. A partir de ahora, en cada chiste desbocado de El jueves nos preguntaremos cuál es la versión original, suprimida para no ofender nuestra casta mirada. Tampoco pretendíamos ensañarnos con una revista malherida, que a duras penas sobrevive en un siglo inclemente para su género. De hecho, mi castigo a la editorial consistirá en no volver a comprar ni recomendar un libro de Jo Nesbo, el mejor novelista negro contemporáneo. Las ansias de El jueves por competir con los cuatro ABCs madrileños nos sirven de pretexto para reivindicar que la cacareadísima transición española hubiera sido impensable sin la labor corrosiva de las cabeceras de Hermano Lobo, Por favor, Don Balón, El Papus o La Codorniz. ¿Acaso alguien pensaba que nos hicieron demócratas las peroratas de Felipe González?

Nunca entenderé por qué se enaltece a Fraga y Roca como padres de la democracia, por encima de los librepensadores Jaume Perich o Vázquez Montalbán. La autocensura de El Jueves ejemplifica los estragos de la corrección humorística, no hay sitio para las amputaciones de Chumy Chúmez o los apuñalamientos de Gila. Los reyes son buenos por definición, a cambio tenéis entera libertad para criticar a los ganadores de Eurovisión. Habrá que desempolvar el lema “sin miedo ni connivencia”. No, no es el eslogan de la prensa satírica, sino del barbudo New York Times.