Hace unos días don Juan Carlos visitó la sede del diario The New York Times durante su viaje oficial a Estados Unidos para reunirse con su consejo editorial. El encuentro sólo se confirmó oficialmente por la casa real cuando ya se hizo público, porque en principio pertenecía a la agenda privada del monarca durante su estancia en Nueva York. Como punto de partida, el planteamiento era novedoso, y también surrealista: en la era de twitter, el Jefe de Estado de uno de los países más importantes del mundo, que está en el punto de mira de toda la opinión pública internacional por su preocupante situación económica, pretende plantarse discretamente en la redacción de un influyente medio de comunicación para charlar durante hora y media con algunos de los periodistas más famosos y reputados del planeta. Y que no se entere nadie, o quizá sí.

Casualidad o no, que para el caso da igual, la reunión se produce unos días después de la publicación en ese medio de un reportaje fotográfico que retrataba a España como último miembro de honor del club de países del tercer mundo. Y allí se marcha nuestro rey a poner en valor la marca España y a explicar a los yankis en su propia casa y en el característico tono borbónico campechano, la otra realidad de la novena economía mundial. La loable intención sólo podía terminar convertida en un boomerang que golpeara la egregia testa del lanzador. Y ello por una razón evidente: era imposible que no trascendiera la entrevista, si es que no se pretendía desde el principio, en un país donde la libertad de prensa y la independencia de los medios, o al menos la apariencia de independencia, es algo sagrado. Así que cabían dos posibilidades: que los chicos de The New York Times agradecieran cortésmente la visita, y en días posteriores publicaran la segunda parte de la crónica en blanco y negro de un país famélico cuyos ciudadanos hunden sus fauces en los contenedores de basura, o que recapacitaran y en adelante mostraran también fotografías en color de multinacionales españolas líderes mundiales en el sector de las finanzas, las telecomunicaciones o las energías renovables, por poner algún ejemplo. Pero entonces, en este segundo supuesto, el una exitosa gestión juancarlesca capaz de mejorar la imagen de España en el exterior, era fundamental dejar patente que el giro informativo no se producía por presiones, o por servidumbre hacia el poder, y mucho menos por rendir pleitesía hacia el representante de una institución que muchos norteamericanos aún relacionan con pelucas blancas y jardines versallescos. Como en el chiste del hijo de Arzalluz, que en la noche de bodas se masturba delante de su mujer para dejarle claro que él es muy independiente, desde Manhattan, y una vez conocida por todos la reunión, tenían que gritar al mundo entero que ellos no se casan con nadie.

El zarpazo de ´The New York Times´ a su majestad no tiene parangón en las últimas tres décadas en ningún medio informativo serio del mundo. Para el rotativo neoyorkino don Juan Carlos es un "monarca escarmentado que busca la redención" y un "diplomático de negocios". Brutal, sin paliativos. Y ahí no acaba la cosa. Estados Unidos, a diferencia de España o Francia, es un país en el que ser millonario no está mal visto. Al contrario que aquí, donde un señor con dinero a priori ya es sospechoso de algo, en la tierra de Abraham Lincoln ganar dinero no es algo de lo que avergonzarse, ni presupone una injusticia, la comisión de delitos o la explotación de otros seres humanos. Por eso, viniendo de quien viene, es especialmente reveladora la crítica al "lujoso estilo de vida" y a la "opacidad patrimonial" de nuestro monarca. O sea, el periódico de un país que encumbra en su imaginario colectivo el mito del self made man, pone en duda el origen del patrimonio de un señor que volvió a su país desde el exilio con una mano delante de la otra. Sencillamente demoledor.

Nada más ocupar el cargo hace unos meses, el jefe de prensa de la casa real tuvo que lidiar con el caso Urdangarín y el batacazo en Bostwana. Javier Ayuso es un prestigioso periodista, experimentado y con una valiosa agenda de contactos en el mundo de la comunicación. Dicen de él que además es inteligente, trabajador, discreto y prudente. El clamoroso error de la visita al NYT demuestra como mínimo una cosa: que a la hora de recuperar el terreno perdido en la batalla de la imagen y la credibilidad, es más efectiva la lluvia fina que la hiperactividad y los golpes de efecto originales.