Cuando se estrenó En busca del arca perdida y años más tarde, Indiana Jones y el templo maldito, pensé que Steven Spielberg había leído a Tintín. Ahora que he visto algún fragmento publicitario de El secreto del unicornio, me he descubierto pensando que este Tintín spielberguiano ha visto las películas de Indiana Jones. Cosa que ni es verdad o no debería, pues de serlo entraríamos de lleno en la falsificación. Algo parecido me ocurrió al ver La lista de Schlinder: encontré que esa edulcorada vulgarización del holocausto era inmoral. Como lo fue, de otra manera, la película de Begnini titulada La vida es bella.

Cuando hace años, ya bastantes, Spielberg compró los derechos de todos los álbumes de Tintín –todos, repito– me eché a temblar. Y como temblar no me gusta –´¡no hay que temblar!´, exclamaba mi abuelo Eduardo, que en algunas de sus expresiones se parecía mucho al capitán Haddock–, me pasé el tembleque escribiendo en estas mismas páginas un artículo que prevenía de los males que nos iban a caer a los verdaderos aficionados a Tintín (que somos bastantes: un partido político de tintinófilos arrasaría en las urnas y de seguir los principios de los mejores álbumes de Tintín, su decálogo teórico oscilaría entre la claridad, el humor alegre y la nobleza, lo que no está nada mal en los tiempos que corren).

El mundo se divide entre los que somos tintinófilos –un concepto que no me gusta pero que todos entienden– y los que no. Entre estos últimos los hay que nunca leyeron a Tintín, o que lo leyeron demasiado tarde –es en la infancia cuando uno ingresa en ese mundo para siempre–, o que su universo cultural es el de los tebeos –de la factoría Marvel a Mortadelo, o al revés– y encuentran a Hergé un intruso estirado, o los que en su pasión localista por Astérix late el desprecio por el cosmopolitismo de Tintín... En fin, hay muchas clases y sin embargo entre los tintinófilos, por muy diferentes que sean entre sí, a la voz de ´bachibouzuc´, el grito ¡Tchang! o la clave Karaboudjan, la complicidad es inmediata y no hay nada que explicar. Por diferentes que seamos entre nosotros, repito.

Mi sospecha es que Spielberg no pertenece a ese club. Que lo descubrió tarde y que me perdone si mi hipótesis sólo es osada presunción. Pero los escasos resultados vistos hasta ahora, me la confirman. Es más: incluso estaría por la excomunión de todo aquel tintinófilo que mostrara su entusiasmo por la película, pero, ay, aún no la he visto, ni lo nuestro es una iglesia, ni el placer una ortodoxia férrea. Como escribo esto antes de verla, incumpliría el código de Moulinsart al juzgar antes de comprobar. Será un producto de marca spielberguiana muy bien hecho, no lo dudo. Será un gustazo verla desde la inocencia de quien no conoce bien el mundo de Hergé, es muy posible. Será una especie, ay, de Reader´s Digest de Tintín, pero me temo que pocos adeptos va a enrolar en la causa tintiniana y en cambio aumentarán –entre los infantes– quienes al pasar de la película a los álbumes, los encontrarán aburridos, cuando los aburridos serán ellos y su simplona idea de lo que es el entretenimiento. Aunque, durante un segundo, he olvidado que las aventuras de Tintín no son sólo entretenimiento y esto no hay Spielberg que lo traslade a la pantalla.

Cuando hemos sido felices en un lugar del mundo y ese lugar del mundo ha contribuido a construir lo mejor –y por tanto lo menos abundante– que hay en nosotros, cualquier incursión extraña nos suena a herejía. Sobre todo si tiene pretensiones, como da la impresión aquí. Con pretensiones me refiero a una personalización revisionista del mito, si puede hablarse de mito en el caso de Tintín, que yo pienso que sí. Aquellos ingenuos bodrios cinematográficos titulados Tintín y el misterio de las naranjas azules y Tintín y El toisón de oro –transposición de inéditas aventuras tintinescas a personajes de carne y hueso– no pretendían nada. Y ahora son raros objetos de culto, de coleccionismo tintinófilo quiero decir, aún admitiendo su nula calidad. O lo que es lo mismo: su pobre correlato (perdón por el palabro) con el mundo de Hergé. En el caso de El secreto del unicornio –que toma escenas que no son de esa aventura tintiniana, si no de otras, e inventa lo que no hubo– la pretensión es grande: trasladar a Tintín a la técnica cinematográfica del XXI con una espectacularidad ajena al espíritu tintinesco. Y encima con gadgets. El fiasco –aún siendo, quizá, un buen producto (ajeno a Tintín, pero bueno)– puede ser de aúpa, pero prometo, si me equivoco, acto público de contricción –otro artículo aquí mismo– en cuanto la haya visto. O cargar con toda la caballería polaca. O sea que (continuará).