Ramón Jáuregui, nuevo ministro de Presidencia, político curtido y con declaradas raíces cristianas, ha sido el encargado de manifestar, en vísperas de la llegada del Papa a España, que este gobierno abandona su intención de promulgar una nueva ley de Libertad Religiosa. El argumento esgrimido para justificar tal abandono es la gran dificultad para conseguir consensos en la actual coyuntura de la política española, por lo que no parece oportuno avanzar en el desarrollo de reformas que los requieren.

Es muy comprensible que este Gobierno, agobiado por la crisis y con sus energías volcadas en la economía, no quiera abrir un nuevo frente polémico que en la hora actual resulta perfectamente prescindible. Sin embargo, la maduración de nuestra sociedad, cada vez más compleja, y la necesidad de mantener una cohesión interior que dé sentido y consistencia al sentimiento de pertenencia de los individuos en la colectividad, obligan a avanzar en la consolidación del Estado laico, en la delimitación del marco de relaciones entre religión y política, y en el afianzamiento de un mayor relativismo moral en el ámbito político que facilite y asegure la vigencia de los grandes consensos democráticos.

En lo referente a este último extremo, es sabido que este Papa, durante muchos años al frente del Santo Oficio vaticano –la antigua inquisición, guardiana de la ortodoxia–, tiene a gala mantener una cruzada contra el relativismo moral, una corriente intelectual racionalista que, a juicio de Ratzinger, tiende a ignorar las raíces cristianas de Europa. Y sin embargo, la democracia política no sería posible sin la tolerancia, que es una disposición intelectual que surge de la aceptación del criterio de que el antagonista puede tener razón porque "el bien" y "la verdad" no son términos absolutos. Sólo así, aceptando este relativismo, la democracia podrá lograr la resolución pacífica de todos los conflictos, algo imposible cuando los contendientes se creen en posesión de la verdad revelada y están fanáticamente dispuestos a defenderla a toda costa.

En lo referente al otro aspecto de la libertad religiosa, conviene que la ley civil que la regule actúe como rompeolas del multiculturalismo. En una democracia pluralista, laica –es decir, instalada en un Estado aconfesional– y abierta, la ley civil ha de ser la gran norma que administre derechos y libertades y que otorgue consistencia al principio de igualdad. Todos los grupos que participen en la ceremonia de la convivencia han de acatar esta idea de basar el sentimiento de identidad y de pertenencia en el Estado de Derecho, en los grandes códigos que estructuran y organizan el marco sociopolítico que nos engloba. De ahí que la norma religiosa haya de plegarse inexorablemente a la ley civil. Y que resulte inaceptable la formación de guetos establecidos sobre pautas sociales distintas de las generales.

Es obvio que estos argumentos intelectuales en constante progreso deben formar parte del gran debate político para conseguir el mayor respaldo y la mejor identificación con el sentimiento colectivo. Y lo es igualmente que, como sostiene con acierto Jáuregui, es recomendable aplazar nuevas leyes sobre estas materias hasta que este país llegue a una estancia de mayor serenidad.