Uno de los indicadores más fiables de la evolución del país es el aspecto de la sala de estar. Hasta hace no tanto, en las casas de a pie solía haber dos espacios. Uno estaba reservado para las visitas o los días señalados -el "salón-comedor" de los anuncios, con tresillo tapizado en lujosa falsa piel y mueble-bar-; en el otro, por lo común más pequeño, se encontraba el dios lar contemporáneo, es decir, el televisor. Si al salón se le pedía fachada, la salita de estar era sobre todo el íntimo reducto de la comodidad. Un sofá de cretona bien mullido, donde cabía hasta la peluda "mascota" familiar; un par de sillones de orejas en que descabezar una siestecilla, una mesa-camilla con sus faldones de paño... En el salón-comedor olía a rosas de Wizard; hasta la salita de estar, en cambio, llegaba en sordina el olor a las croquetas de la cena. El salón era para las relaciones de cumplido. La salita, para los que eran como de casa.

Hoy, salvo gloriosas excepciones, los pisos son más pequeños y, aunque también lo son las unidades familiares, no hay lugar para el desdoble. Hoy se vive en el salón. Se prefieren las habitaciones amplias, y la salita ha quedado atrás, como quedaron atrás aquellas sonrientes señoras de plástico vestidas de gitana que se ponían sobre el televisor. De hecho, sobre los nuevos televisores no puede ponerse nada: son extraplanos y van colgados de la pared como un cuadro. Antes, para vivir en la salita estaban las holgadas batas de boatiné, acolchadas y floridas, y los chaquetones de pana con cinturón de borlas. Hoy el ámbito del salón exige otra compostura, y uno ha de "vestirse" para estar en casa. Los diseñadores sacan al mercado líneas de ropa, más desenfadadas pero casi igual de caras, con el fin de que el urbanita pueda moverse con estilo por entre las paredes de su hogar. Hoy uno se relaja lo justo, tanto en casa como fuera. El ojo del Gran Hermano (el de verdad) nos ha hecho conscientes de ser carne de objetivo, y pocas veces bajamos la guardia. La intimidad de antaño y el "desparrame" casero han pasado a la historia. Les falta el marco que los hacía posibles, la salita de estar. Y seguro que más de uno, al recordarla, habrá sentido una agridulce punzada de nostalgia.

Menos mal que la nostalgia dura poco. Porque aunque el mundo físico haya cambiado, la técnica acude en nuestra ayuda. Basta con pulsar el botón que enciende el televisor. Y es que conectar con las cadenas televisivas a determinadas horas -no se salva ni una- es sumergirse en una realidad parelela sin etiquetas de marca, penetrar de nuevo en el sagrado recinto de la salita de estar. Por más moderno que sea el presentador o presentadora, en la actitud de algunos programas la ilusión de estar sentado a la mesa-camilla, charlando con la vecina fisgona o con el abuelete cascarrabias -Laly Soldevila y Pepe Isbert-, es casi perfecta. Fuera del plató queda la vorágine de un mundo global donde todo es intercambiable y ajeno. Pero en el recinto mágico que crea la pequeña pantalla el tiempo se detiene. Y entonces flotamos gloriosamente en otra dimensión; una dimensión bien conocida, de boatiné, donde hay retratos de niños vestidos de comunión, aroma a caldo Avecrem y reposabrazos de ganchillo: la salita de estar de toda la vida. Reconforta ver que las esencias no cambian.