Ayer llevaba a mi hijo al colegio. Antes de llegar a un pasaje peatonal por el que paso todos los días, me di cuenta de que había pasado algo raro. Un silencio macizo, como llegado de un planeta con una composición atmosférica distinta a la nuestra, invadía la calle. Vi varios coches de policía. Vi una ambulancia. Vi corrillos de gente que se había quedado detenida con esa dolorosa inmovilidad que tienen los acróbatas que imitan una estatua callejera. Mi hijo preguntó: "¿Por qué hay tantos policías?". No me atreví a decir nada. Ya se había apoderado de mí el mismo silencio que tenía agarrados a todos los transeúntes por el cogote. La gente de los corrillos encogía los hombros y miraba el pasaje peatonal, aunque a todos se les iba un ojo hacia otro sitio. Nadie decía nada. Nadie parecía capaz de explicar por qué no decía nada.

Y en esto lo vi. El cuerpo estaba tendido en el suelo, justo en el mismo lugar que yo suelo atravesar para ir a un supermercado. Alguien lo había cubierto con una sábana. No había manchas de sangre por ningún lado. Tal vez las habían limpiado, pero no creo que eso fuera posible: todavía no había llegado el juez, así que aún no se había "procedido al levantamiento del cadáver", como dice ese pomposo lenguaje jurídico que siempre resulta cómico a pesar de su pétrea seriedad, igual que los levantadores de pesas y los políticos que dicen representar los ideales de millones de personas (sin darse cuenta de que a nadie le importan ya los ideales). No tuve tiempo de mirar mucho. Mi hijo murmuraba: "Es triste, muy triste". Apreté el paso. Aún pude ver al encargado del supermercado, que estaba a unos cinco metros del cuerpo. No había nadie cerca de él. Las cajeras suelen bromear con él porque es muy feo y tiene una oreja mucho más grande que la otra. ¿Había sido él quien había colocado la sábana? Supuse que sí. Algún vecino debía de haberla bajado a toda prisa, pero había vacilado al acercarse al cadáver, así que el encargado -impulsado por su sentido de la autoridad, o del deber, o del decoro, o acaso de la piedad- había cogido la sábana con un gesto decidido y la había colocado sobre el cadáver. Por eso no había nadie cerca de él. Su contacto con el cuerpo hacía que la gente temiera acercársele. Con los brazos en jarras, el encargado parecía perplejo y solemne a la vez. Ni siquiera me di cuenta de que tenía una oreja más grande que otra. Cuando volviera a entrar en el supermercado, las cajeras ya no se atreverían a bromear con sus orejas. Y quizá lo mirarían de otra manera: con otros ojos, como suele decirse.

Antes de irme le pregunté a una chica qué había pasado. "Una mujer se ha tirado desde su casa", me dijo. Mi hijo volvió a hacer su comentario: "Triste, es triste". Y lo era. Volví la cabeza y miré un instante el cuerpo cubierto con la sábana. Parecía muy pequeño, como si hubiera encogido a causa del golpe. ¿Quién podía ser aquella mujer? Un amigo mío vive en el mismo bloque del que se había tirado y he ido a verlo varias veces a su casa. Alguna vez pude cruzarme con ella en el rellano del ascensor, o seguro que la había visto en el supermercado, cuando la mujer compraba yogures o miraba con sigilo el estante de las galletas de chocolate.

Dejé de mirar el cuerpo y mi hijo y yo nos fuimos de allí. Me pregunté si aquella mujer había soñado alguna vez que se levantaba de la cama y abría la ventana de su dormitorio y se arrojaba a la calle, y entonces por fin se libraba de todo el peso intolerable que llevaba metido en los huesos, ya que volaba como un pájaro, planeando en las cálidas corrientes de aire, elevándose como una cometa de colores o ejecutando un súbito picado (los sueños son muy buenos directores de spots publicitarios). Mi hijo, queriendo ahuyentar el malestar del momento, hablaba de motos y de semáforos y de compañeros de colegio. Y yo me preguntaba cuál era la patria de aquella mujer que se había tirado al vacío. ¿Qué sentido tenía toda esa cháchara de las naciones y los derechos colectivos? ¿Qué pintaban las paparruchas de las banderas y de los himnos al lado de un cuerpo aplastado contra el suelo? La única patria de aquella mujer era ese vacío en el que había creído poder volar durante un tiempo que hubiera querido interminable y que sin embargo duró menos que un suspiro. La única patria de aquella mujer era un caballo pálido que se acerca desde la lejanía: así era como Hank Williams llamaba a la muerte.