Vamos a partir de una premisa casi universal de la que Mallorca no se libra. A la hora de decir cual es un vino de categoría, si le preguntas a cualquier bodeguero, elaborador enológico o vinatero, el suyo es el mejor. Respecto a nivel de consumidor, por lo general, suele decir que el mejor vino es el que le gusta. Por eso entramos en un tema en donde la subjetividad de quien lo produce, por un lado, y quien lo consume por el otro, domina en cualquier análisis que se haga sobre un vino determinado, y más si este se presenta como de alta categoría, aunque no confundamos nunca que con el alto precio de ciertas botellas nada tiene que ver su contenido. La mayoría de las altas cotizaciones que se dan en una serie de vinos, especialmente entre los más deseados por una minoría que se puede dar ese lujo, se deben a cuestiones como su escasez, el marketing, la especulación, el acaparamiento o el capricho de tener algo exclusivo.

Mallorca, después de que la filoxera a finales del siglo XIX casi terminase con una tradición vinícola de veinte siglos, dejando un rastro de ruina y desesperación para muchos de sus habitantes, obligando a un buen número de ellos a emigrar en busca de nuevos horizontes más prósperos, con el esfuerzo, tesón e incomprensiones, durante varias décadas, un grupo de vitivinicultores isleños, más bien reducido, fue recuperando parte de la viña perdida. Hará unos veinte años no pasaban de diez las bodegas existentes en la isla, formando ellas el embrión que impulsó a desembocar en una especie de boom vinatero.

En estos momentos, el número de bodegas mallorquinas existentes, contando todas con viña propia, aunque bastantes de ellas no lleguen a las seis hectáreas plantadas, si bien algunas, especialmente las más potentes, puedan adquirir parte de la uva que les falta para aumentar su producción a diversos cultivadores, es de unas sesenta. De ellas alrededor de catorce pertenecen a alemanes, y el dueño de una es francés. Y es que parte del mérito de que actualmente las viñas de la isla, incluidas las que tienen una pequeña parcela para hacer su vino propio, muchas veces recuperando la tradición enológica de sus mayores, alcancen unas 3.000 hectáreas de superficie, más o menos un diez por ciento de las que existían al llegar la filoxera, se debe a los extranjeros que hace más de medio siglo comenzaron a visitarnos, especialmente germanos. A ellos también se les debe, en parte, que ante su interés por unos vinos, algunos difíciles de ingerir, en aquellos tiempos, a los que les sobraban defectos, sus elaboradores fuean reconocieran sus fallos, mejorándolos a marchas forzadas al adoptar las más modernas tecnologías, a la vez que se mentalizaban que el vino nace en la propia viña, y que esta se ha de cuidar racionalmente, como desde hace unos años está sucediendo.

Sean grandes o pequeñas, las bodegas asentadas hoy en la isla cuentan con buenos medios de elaboración, envejecimiento, presentación y la colaboración de enólogos tan profesionales como bien formados, tanto propios como foráneos, gracias a una importante inversión, que en algunos casos costará amortizar, aunque darán, por lo general, el fruto que ambicionan, si nada se tuerce. Algo que está a la vista, pues muchos de los vinos isleños son protagonistas de las guías especializadas, no solo nacionales, sino a nivel internacional. Vinos que elaborados con variedades autóctonas, varias en recuperación, y en muchos casos combinadas con otras foráneas, tanto peninsulares como francesas y centroeuropeas.

Y llegamos a la hora de la verdad. En los últimos años la mayoría de bodegas de la isla han apostado por la elaboración de vinos de referencia, ya sean de corta, media y alta crianza, pues los gustos de los bebedores han ido variando, sin olvidar la incorporación de la mujer como consumidor e incluso tomando el timón en lo que se denominaba un ´cosa de hombres´. Aunque pueda parecer que el tinto sea aun el rey indiscutible en nuestra mesas, en los últimos años los blancos, incluidos con estancia en barrica de roble, sea francesa, americana o de otras latitudes, están llamando la atención de los especialistas del exterior. Incluso, aunque en menos producción, los rosados autóctonos que van apareciendo llegan a dejar de lado a tintos más bien ligeros, y sin tanto mimo puesto en su realización.

No hay que dejar de evidenciar que en los tintos, cuya demanda sigue siendo mayor, tampoco faltan algunos de alta categoría, también en la isla, de esos que no dejan insensible, positivamente, a los que saben apreciarlos, aunque algunos los encuentren caros, pero tan buenos o mejores que esos vinos de Francia o Italia, muchos con precios tan artificialmente elevados como los que puede llegar a costar actualmente un vuelo a Maó, por ejemplo.