Oblicuidad

La autopictografía de Miquel Barceló

‘De la vida mía’ es un libro más valioso si solo piensas admirarlo.

‘De la vida mía’ es un libro más valioso si solo piensas admirarlo. / DM

Matías Vallés

Matías Vallés

Miquel Barceló ataca por más flancos que la ley de amnistía. En cuanto parece que la actualidad del pintor es innecesaria una vez acreditada su dimensión histórica, emerge simultáneamente en varias geografías. Ahora mismo, en Madrid, Barcelona y el departamento francés del Loira. Esta reincidencia no solo revalida innecesariamente la condición de clásico del artista de Felanitx, o de «celebridad» por ponerlo en sus propias palabras.

Sobre todo, la pujanza antes que vigencia de Barceló demuestra por la vía de refutación que la España plástica no ha engendrado ninguna figura relevante, en el segmento de los treinta a los cincuenta años de edad. En el código de otra disciplina artística más frecuentada, el mallorquín es un Nadal sin Alcaraz. O un Sabina a solas, por remitirse a los taurófilos. Para confirmar este prejuicio antiedad, se sigue promocionando al pintor como una figura juvenil, en desarrollo.

Mientras Barceló se exhibe, los entusiastas de los placeres íntimos pueden refugiarse en la cueva De la vida mía, el libro francés con título calderoniano en castellano que aspira a ser la autopictografía del genio. Antes de degustar el volumen, sacúdanse la prosa pastosa y apestosa por ditirámbica que engendra el pintor. Las dentaduras periodísticas más afiladas se despueblan serviles, como si aguardaran una recompensa en especies. Si a estas alturas me permiten una confidencia, el homenajeado no necesita los halagos de los palanganeros, ni los aprecia. Para comprobarlo, lean a Hervé Guibert sobre Barceló, o al otro Miquel Barceló medievalista sobre el actual depositario del título.

‘De la vida mía’ es un libro más valioso si solo piensas admirarlo.

‘De la vida mía’ es un libro más valioso si solo piensas admirarlo. / DM

Vamos entonces con el libro. Barceló tiene miedo a escribir, un pánico que le obliga a esconder las palabras bajo los grafismos. Le sobran las ideas demoledoras, pero no puede exponerlas sin dañar su mercado. El estupor crítico arranca en la segunda línea de la contraportada, donde se define al autor como «peintre catalan», por mucho que la expresión errónea y que debió corregirse venga enmendada en un arrebatador «Mallorca es mi isla de nacimiento, nací de ella».

La vergonzosa apropiación cultural catalana del artista se remonta a equívocos como la exposición Barceló Barcelona. Este ansia asimiladora denuncia la falta de talentos propios, el independentismo es un movimiento artístico más cutre si cabe que el españolismo. Barceló es mallorquín, porque denuncia el «desastre» de la isla en su autopictografía. «El Mediterráneo ha sido destruido».

Barceló encarna la síntesis de Juan March y de Joan Mascaró, por citar a los dos mallorquines a su altura y allá usted si desconoce al profesor de Cambridge que introdujo a los Beatles en el hinduismo. De la vida mía es un libro para admirar, donde se aprecia que tras una década de estancamiento, el genio renace imbatible en los años veinte con colores negro pandemia. En fin, es un libro tanto más valioso si no piensa leerlo, aunque también.

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