El Rey Felipe VI cumple cincuenta años. Es un buen momento para plantearse una pregunta clave. ¿Significa mi convencimiento en favor de la utilidad de la institución que soy monárquico? ¿O tengo que seguir con ese eufemismo de que se puede ser juancarlista o felipista pero no monárquico?

Yo no sería monárquico si fuese francés o americano. Pero tampoco sería republicano si tuviese nacionalidad noruega o británica. En los sistemas parlamentarios europeos no tiene sentido ser esencialmente monárquico o republicano. Tengo poderosas razones para ser monárquico en España como las tendría para ser republicano en Alemania.

Tal vez el argumento más decisivo es el del procedimiento de acceso al cargo. En las repúblicas parlamentaristas europeas, el presidente es elegido por el parlamento, cada cinco años, como por ejemplo Frank-Walter Stenmeir en Alemania; o cada siete, como Sergio Matarella en Italia.

Con alguna tasada excepción (la disolución del Parlamento en Italia), las facultades de estos presidentes son tan simbólicas como las de la reina danesa o el rey holandés y, en todos los casos, están sujetas a la institución del refrendo ministerial.

Así que ya está: soy monárquico. En España soy monárquico. Creo que cambiar a una forma republicana de la jefatura del estado sería altamente inconveniente. Muchos españoles siguen anclados en el debate decimonónico entre una república democrática y una monarquía absolutista. Son rescoldos del borbonismo y la guerra civil. Nos cuesta avanzar en la historia. Somos derrotistas y ninguno de nuestros hitos genera unanimidad.

Sin embargo, el Democracy Index de la Economist Intelligence Unit incluye tres monarquías entre los cinco países más democráticos del mundo. La forma monárquica o republicana de la Jefatura es irrelevante para determinar la calidad democrática de un Estado. Es un debate completamente vacío de contenido. Ni siquiera Europa está libre de repúblicas autocráticas.

Curiosamente tres de los países con más convulsión territorial son monarquías. Gran Bretaña con el conflicto escocés, Bélgica con el flamenco y España con el independentismo catalán y vasco. El sistema hereditario de sucesión en la jefatura del Estado no es escrupulosamente democrático pero confiere una estabilidad sumamente útil en estos países. La alternativa republicana implicaría que los partidos del espectro en las Cortes fuesen capaces de consensuar un presidente. Estamos tan divididos y distanciados que la solución dinástica resulta de enorme utilidad. Asegura continuidad, seguridad y estabilidad. Confieso que cuando escuché el discurso de Felipe VI el 3 de octubre pasado, pensé que le faltó una llamada al diálogo. Dos meses después, entiendo por qué no lo hizo.

En fin, he decidido evitar ese eufemismo de que no soy monárquico sino juancarlista antes y felipista después. Si creo que para España la monarquía es preferible a la república es que soy monárquico. Al menos hasta que el rey me dé motivos para cambiar de opinión.

* Profesor Derecho Constitucional