Esta pequeña historia ocurrió hace veinte años. Yo estaba a punto de trasladarme a la isla de Mallorca cuando un viejo amigo me comentó que García Márquez iba a pasar un rato por su casa de Barcelona. Dicho y hecho. Me armé de mi cámara Nikon, un libro de regalo, y me acerqué a presentarle mis respetos al mejor narrador del mundo. Tras el saludo, pude comprobar en seguida que no era muy alto pero sí bastante fuerte, y también que las fotografías no le hacían justicia. Poseía la misma rotundidad de torso que tuvieron los grandes hacedores de mundos, gente compacta. Al verlo, se confirmó una antigua intuición: salvo en el caso de tísicos ilustres-Proust, Kafka o Stevenson-los mejores novelistas han hecho gala de una complexión robusta: Tolstoi, Balzac, Hemingway, Lowry, Durrell, Gunther Grass, Lobo Antunes€El asunto tiene su lógica. Hay que ser muy fuerte físicamente para escribir ocho horas diarias durante años; de lo contrario las novelas geniales no salen. Sale otra cosa. Y a cada cual la suya.

Pero lo que más me asombró de García Márquez fueron sus manos, un detalle que suele pasar inadvertido, pero que en su caso eran dignas de un picapedrero al servicio de Miguel Ángel. Hasta ese día yo pensaba que el Buen Dios me había regalado unas manos grandes ( puedo cubrir un acorde de décima en el piano, lo que equivale a 24 cms de largo, con perdón de las señoras). Pues no. Las manos del colombiano eran mucho más grandes que las mías, tan abrumadoramente grandes que a su lado mis manos eran humildes zarpas de gorrión. Si él hubiera querido, me las habría pulverizado sin pestañear. Pero en lugar de ello las empleó para guardar mi primer libro publicado, que yo le había regalado devotamente a mi llegada. Durante una larga hora García Márquez sostuvo mi bebé como se sostiene una pipa de tabaco o un animal de compañía. Relamiéndose, acariciando, protegiéndolo. Consciente del significado que ese gesto tenía para mí, no soltó mi libro en ningún momento, y entretanto yo estaba levitando envuelto en una nube de grifa superior. De todas las recompensas que un autor joven puede recibir, aquella era sin duda la más alta: el afecto de los grandes, escrito en un gesto que no exigía ni palabras; bastaba ver aquellas manos descomunales acariciando el lomo de un cachorro que llevaba mi nombre. Mis ojos no apartaban la vista de aquellas manos sobrenaturales, firmes y poderosas. Siempre sobre mi libro€Como si García Márquez temiera que el último cataclismo de Macondo pudiera arrebatárselo.

El tiempo ha pasado y se llevó mi propensión al mito. Pero, ¿por qué negar que aquella tarde fui feliz y que todavía lo recuerdo? ¿por qué olvidar que las manos que habían escrito muchas de las páginas más altas de nuestro idioma anduvieron circulando por las mías? Deseo proclamar, pues, que hemos perdido unas manos únicas. Nadie volverá a escribir con ellas aquellos libros imperecederos ni tampoco sostener el mío como si le fuera la vida.