Por las mañanas, cuando llevo a mi hija al colegio, lo primero que veo es el chaleco reflectante del operario de la limpieza que está barriendo la calle. Él escucha un iPod, pero nos saludamos con una inclinación de cabeza y cada uno sigue su camino. Supongo que hay imágenes mucho más hermosas en el mundo (playas a las que sabemos que ya no volveremos, bosques que no seguirán existiendo dentro de diez años, o quizá menos), pero me conformo con esta imagen de una normalidad anodina y sin ningún atractivo. Estamos tan acostumbrados a vivir en una sociedad estable y desarrollada que ya no apreciamos el milagro cotidiano que hace posible todo esto. Y no sólo el operario de la limpieza que barre la calle, sino los colegios que abren a las ocho menos cuarto de la mañana, y el técnico que repara un semáforo estropeado, y la cuadrilla de obreros que inspecciona una tubería en un cruce de calles.

Cada mañana veo más o menos lo mismo: los mismos padres que llevan a sus niños al colegio, los mismos autobuses pasando por las mismas esquinas, y los mismos empleados que fuman el primer cigarrillo del día antes de entrar a trabajar. Para mí no es una imagen desoladora ni deprimente, sino todo lo contrario. El mundo parece en orden porque el mundo "está" en orden, al menos en nuestra calle, al menos en la zona por donde discurre nuestra vida y que consideramos nuestro radio de acción. Y así es: todo está en orden, la rutina se repite, el operario de la limpieza barre la calle. Para mí eso es mucho. Un milagro, si lo pensamos bien.

Los románticos preferirían encontrarse a Rimbaud durmiendo la mona en el suelo, o intentando incendiar con un cóctel Molotov los edificios donde viven los cochinos burgueses, pero los que no somos románticos preferimos esta discreta sucesión del orden cotidiano, quizá porque sabemos lo difícil que es conseguir ese orden cotidiano. Para que todo eso sea posible, hace falta que mucha gente haga su trabajo sin preguntarse si sirve para algo o si es la clase de trabajo que le hubiera gustado hacer. Para que todo eso sea posible, la maquinaria administrativa tiene que seguir en movimiento, los relevos deben llegar a tiempo y el nuevo turno de guardia debe sustituir al anterior. Y para que eso sea posible, hay que pagar impuestos, recaudarlos, administrarlos y distribuirlos. Y hay que asegurarse de que todas las piezas estén en su sitio y de que siempre haya alguien pendiente de lo que ocurre. Pero la pieza esencial de la cadena es el operario de la limpieza, que tiene que levantarse a las seis de la mañana sin preguntarse si no estaría mejor tomándose una caipirinha en una playa del Brasil. Porque hace falta una Administración que se ocupe de garantizar el funcionamiento de una ciudad, pero nada sería posible sin la responsabilidad individual de la gente que hace su trabajo, un trabajo con frecuencia mal pagado o ignorado o despreciado. Ese operario del iPod, por ejemplo, que me saluda cada mañana con una inclinación de cabeza.

A los vanguardistas les gustaba mucho la épica de la gran ciudad que se ponía en movimiento, y se extasiaban ante las chimeneas humeantes de las fábricas y el ruido de los tranvías que traqueteaban por las calles. Todo les parecía una escena divertida, como de atracción de feria, algo que parecía moverse solo y que sólo necesitaba de la magia del amanecer para hacerse realidad. Pero en realidad una ciudad funciona porque miles de personas oyen el despertador al mismo tiempo, y en vez de darse la vuelta en la cama y seguir soñando con las playas del Brasil, se ponen en pie y se sacuden el sueño y empiezan a ponerse en marcha. La vida es así. El despertar de una gran ciudad no tiene nada de épico. Es sólo un movimiento rutinario que todos repetimos porque estamos acostumbrados a hacerlo y porque quizá no seríamos capaces de dejarlo de hacer.

Así que suena el despertador, y nos levantamos, y vemos las mismas luces encendidas en las mismas ventanas, y nos ponemos en movimiento porque sabemos que los autobuses hacen su recorrido, y los colegios abren a las ocho menos cuarto de la mañana, y los técnicos revisan la tubería que tiene una fuga. Y salimos a la calle sabiendo que el operario de la limpieza estará en su sitio, con el iPod en marcha, esperando que pasemos para saludarnos con una inclinación de cabeza. Y seguimos adelante porque de algún modo, sin que sepamos muy bien por qué, no queremos faltar a la cita.