Ignacio Sotelo, en un artículo reciente referente a las ciudades autónomas españolas ponía de manifiesto una paradoja intelectual que ha hecho presa en nuestro habitual discurso político: quienes no somos nacionalistas y tenemos a gala no serlo, tendemos a rechazar que los llamados "derechos históricos" que invocan las minorías catalana y vasca puedan servir para gestionar el presente, para justificar excepciones o privilegios. Como es conocido, nuestra Constitución recogió, por razones fáciles de imaginar, los derechos históricos de los vascos y los navarros pero no de los catalanes, que ahora acaban además de ver cómo el Tribunal Constitucional rechazaba su reivindicación en la reforma del Estatuto.

En las democracias modernas, no hay en fin otro imperium que la soberanía popular, y no son por lo tanto admisibles predeterminaciones históricas como argumento político.

Viene esto evidentemente a cuento de la reivindicación de Ceuta y Melilla por Marruecos, y de la respuesta sistemática que aquí se ofrece: Melilla está bajo dominación española desde 1497 y Ceuta, tras la independencia de Portugal, optó por ser española en 1640. Son títulos ilustres pero poco impresionantes para quien piense que la política es, ante todo, razón y voluntad.

Dicho esto, me apresuro a añadir que la españolidad de las antiguas plazas de soberanía no está en discusión. Pero no por las gestas de nuestros antepasados o por lealtades antiguas sino porque la ciudadanía de ambas plazas es y se siente española, está profundamente arraigada en ellas y no hay motivo de peso que les obligue a renunciar a esta pertenencia. En cierto modo –aunque los casos son claramente distintos– es lo que ocurre con Gibraltar: el argumento de peso que esgrime el Reino Unido para no acceder a la devolución de la soberanía de la Roca es la voluntad de sus habitantes, cuyo arraigo es en este caso dudoso y discutible.

Si se vieran las cosas de este modo, se entendería mejor la reivindicación marroquí –la geografía pesa al menos tanto como la historia– y se encararía el asunto con más receptividad. En concreto, no debería haber problema para hablar y hasta para negociar con Marruecos sobre las dos ciudades norteafricanas, cuya titularidad no es una cuestión sagrada sino basada en los criterios de la racionalidad democrática. El Reino Unido ha mantenido innumerables conversaciones con la España democrática sobre Gibraltar, y ha sido la voluntad de los gibraltareños y no el tratado de Utrecht el argumento de que no se haya zanjado el contencioso. Además, conviene advertir que, con este planteamiento, la relación bilateral entre Londres y Madrid es excelente, a pesar del eterno diferendo.

No se trata, en fin, de aceptar las tesis expansionistas marroquíes sino de cambiar la perspectiva del asunto. La reivindicación de Rabat es comprensible, y ha de ser rebatida con razones políticas, democráticas, y no con el portazo de la historia. Quizá esta mayor delicadeza sea la clave del enigma: de cómo conciliar la españolidad de las plazas con una relación cordial con el vecino del sur.