A Pau Corral Pérez, arquitecto

In memoriam (18.04.05)

La crisis económica está mostrando en España una especial virulencia. Y una de las causas es el colapso de la llamada burbuja inmobiliaria, cuyo origen podría explicarse por la conjunción de varios factores que se realimentaron: además de factores económicos y demográficos, el continuado descenso de los tipos de interés unido a una política crediticia blanda, provocaron el traslado masivo de capital hacia el sector inmobiliario, que atraía tanto a demandantes de viviendas como a inversores. Esa demanda sobrecalentada provocó un rápido aumento del precio de la vivienda, desencadenando las expectativas de la sociedad sobre futuras e interminables subidas; y esto fomentaba, a su vez, el incremento de los precios del suelo, lo que disparaba todavía más los precios de las viviendas. En definitiva, un bucle que provocó una inflación continuada de precios y condujo al sector inmobiliario hacia un protagonismo exagerado dentro del modelo económico español. Esta situación, basada en una desmesurada fe en el libre mercado (en este caso, el mercado del suelo y de la vivienda), se encuentra ancestralmente enquistada en nuestra historia económica.

Pero la espiral, el círculo vicioso, como ocurría en el conocido juego de la pirámide, no podía mantenerse: por un lado, los síntomas de saturación y la crisis financiera externa frenaron la promoción radicalmente; por otro, la concesión por las entidades financieras de créditos sin suficientes garantías -y basados en la propia burbuja inmobiliaria- fue el exceso que colmó el vaso. Ahora, muchas de estas entidades, ante la avalancha de impagados, no han tenido más remedio que hacerse con la propiedad de suelos o edificios sobre los que gravitaban créditos que sobrepasaban el valor real de lo hipotecado y que hoy suponen, para esos bancos, una carga muerta, un verdadero problema ya que, en general, no están preparados para –ni es su oficio- sacar rendimiento a esos activos.

En resumen, un proceso con un fuerte componente especulativo que acabó en el colapso en el que nos encontramos. Un cortocircuito absoluto, con una continua caída de los precios de las viviendas, un stock que no encuentra compradores, y unos bancos que, hipotecados por sus propias hipotecas, no están en condiciones de financiar nuevos proyectos. Un callejón de difícil salida.

Resolver un círculo vicioso suele resultar traumático, porque se debe cortar sin rodeos por alguno de sus tramos. La actual situación de crisis significa, sin embargo, una buena oportunidad para plantearse cómo deberían ser las cosas en el futuro, enderezándolas hacia una situación nueva, de mayor sentido común. Así pues, la pregunta es: ¿por dónde y cómo deberían cambiar las cosas? ¿En qué punto debería interrumpirse el círculo?

Consideremos este hecho: cuando un suelo –merced a un proceso que recae en la Administración- pasa de rústico a urbanizable, aumenta considerablemente su valor de mercado. Hablamos de un campo de coles en el entorno de un casco urbano que un buen día (merced a la aprobación de un nuevo Plan General del municipio) abandona su condición de rústico para convertirse en urbanizable o, más aún, en urbano. En esta lotería, los suelos rústicos más próximos al casco actual están mejor situados, gozan de mejores expectativas que los situados, por ejemplo, un kilómetro más allá, aunque ambos estén plantando las mismas coles y, por sí mismos, tengan el mismo valor.

Esta situación propicia la existencia de un mercado especulativo, ya que el primer plantador de coles es candidato a millonario sin que haya aportado mayores méritos ni mayores beneficios a la comunidad (sus coles eran de la misma calidad que las de su infortunado vecino), y propicia la aparición de especuladores que, mediante sucesivas compraventas, se reparten las plusvalías generadas sin que revierta beneficio alguno a la comunidad. Pero no sólo es esto: porque el aumento del coste del suelo, que finalmente deberá ser asumido por algún promotor de viviendas, repercutirá en los compradores de esas viviendas, es decir, en todos nosotros, que estaremos financiando el enriquecimiento de los avispados especuladores.

Y la cuestión es: ¿es esto justo? No; no lo es, y por una sencilla razón: la decisión acerca de que la ciudad deba crecer -mediante la aprobación de un Plan- por un sector y no por otro, está en manos de la Administración (el Ayuntamiento en primer lugar) y no en manos del honrado cultivador de coles, ni mucho menos de los especuladores de suelo que le acechan. ¿Por qué, entonces, son estos últimos los grandes beneficiados y no la sociedad en su conjunto? Y ¿por qué, además, debemos ser el común de los ciudadanos –cuando adquirimos nuestras viviendas- los que corramos con el costeo de las plusvalías que acaban en sus bolsillos? Y además: ¿por qué, siendo la administración pública la que genera, con su decisión sobre el uso futuro del suelo, estas plusvalías, no es beneficiaria de esa plusvalía más que en una mínima parte (las cesiones a las que obliga la Ley del Suelo)?

Si hubiera existido un mecanismo regulador de esta situación, probablemente los efectos de la crisis en nuestro país habrían sido atenuados. Una sociedad sólida debe basar el enriquecimiento de sus ciudadanos en su trabajo y en su aportación real a la sociedad, no en la especulación. Aquí debe decirse que a menudo se confunde a los promotores de viviendas con los especuladores del suelo, pero no se debe caer en esta simpleza: el oficio de promotor, ejercido cabalmente, no tiene por qué estar relacionado con la especulación, y a menudo son precisamente los promotores los primeros que deben soportar el aumento del coste del suelo. En todo ese proceso los únicos que no aportan saber ni trabajo alguno son los especuladores, que se limitan a embolsarse las plusvalías generadas por un acto administrativo. ¿Cómo acabar, pues, con esta situación escandalosamente injusta que se genera en el momento en que un suelo pasa de rústico a urbanizable?

Hagamos un poco de memoria: la ley del Suelo de Aznar, de 1998, pretendía abaratar el suelo con lógicas de mercado simplistas y poco ancladas en la realidad: propició que todo el suelo pudiera ser urbanizado por poceros de variado pelaje, arrojó más leña a la encendida burbuja, y fomentó una desmedida afluencia de inmigrantes hacia una Arcadia con pies de barro.

La ley del Suelo de Zapatero, de 2007, trató de remedar aquellos excesos y, con la vista puesta en el abaratamiento de las infraestructuras públicas, permite la expropiación de suelos rústicos. Posibilidad que se extiende a los Ayuntamientos (u otras Administraciones públicas) para poder luego, con las debidas tramitaciones, urbanizarlo y atender así a promociones de vivienda social o equipamientos. Pero esta posibilidad se desvanece, en la mayoría de los casos, ante la escasa capacidad de gestión de las administraciones. Aún habiéndose aproximado a la solución, desgraciadamente, esta ley no alcanza a impedir la especulación y significa, por tanto, otra oportunidad perdida.

Continúa, pues, desatendido el mandato de la Constitución Española a los poderes públicos cuando les conmina a establecer las condiciones para impedir la especulación del suelo y para que la comunidad participe en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos (Art. 47). De modo que el bucle sigue en pié, y también la pregunta: ¿cómo puede romperse este círculo vicioso?

Un camino posible, que proponemos, es trabajar en esta dirección de una vez por todas: las plusvalías generadas por un acto administrativo –como es la aprobación de un plan urbanístico que permite que un suelo pase de rústico a urbanizable- deben revertir a la comunidad (y no a bolsillos privados), en todos los casos. Dicho de otro modo: todo suelo rústico que sea susceptible de transformarse en urbanizable debería ser, previamente, adquirido por la administración pública. La venta posterior de este suelo a posibles promotores permitiría regular, no sólo el precio del suelo en el mercado, sino también el precio final de las viviendas (sociales o libres). No estamos inventando nada, porque este criterio se aplica ya, desde hace tiempo, en países europeos como Inglaterra, Suecia o Finlandia, entre otros.

Tampoco estamos hablando de socializar el suelo, puesto que todo esto afectaría finalmente a una mínima proporción del suelo existente y su valor sería el propio del mercado para ese suelo rústico, pero donde las posibles expectativas urbanísticas ya no tendrían cabida. Lo que se trata de conseguir es que las plusvalías derivadas de la reclasificación reviertan directamente en beneficio de la sociedad y no de los especuladores.

Esto repercutiría en beneficio del ciudadano: primero, a través de una reducción de impuestos -puesto que las plusvalías del suelo, en manos de la Administración, ayudarían a financiar los presupuestos municipales- y, segundo, a través de una reducción del coste de las viviendas –que no deberían soportar las plusvalías fruto de la especulación del suelo.

Naturalmente, llevar a la práctica todo esto no es fácil. Requiere de una afinada agudeza en la legislación y de una política de exquisita transparencia, como la que ya aboga la nueva ley; de lo contrario, pronto aparecerán los especuladores de turno que, en connivencia con políticos de moral distraída, conseguirán hacerse con suelos ya urbanizables a bajo precio para luego revenderlos. Pero esto podría evitarse si los suelos adquiridos por la administración, una vez transformados en urbanizables o urbanos, fueran adjudicados, por concurso y con absoluta transparencia, a aquellos promotores profesionales que garantizaran su ejecución. El camino es sin duda complejo; pero en absoluto imposible y del todo necesario.

(*) Arquitectos