La falacia ´ad hominem´ –o atacar una idea intentando desprestigiar a quienes la defienden– es uno de los recursos mas antiguos de la Historia. Un argumento, además, intelectualmente paupérrimo, ya que una idea será buena o mala en sí misma, y se podrá estar de acuerdo –o no– con ella, independientemente de la identidad de sus partidarios o detractores. Es lo que tienen la auténtica tolerancia y el pensamiento no encorsetado por prejuicios: que permiten disfrutar de inesperados compañeros de viaje. Salvando las lógicas distancias con el asunto que me ocupa –y a modo de simple ejemplo–, pocos estarán en desacuerdo con que la pena de muerte es inaceptable en una sociedad que respete los derechos humanos, promoviera esa idea la Madre Teresa de Calcuta o lo hiciera –hipotéticamente– George Bush Jr. (aunque simpaticemos más con una que con otro); es decir, que podríamos creer más o menos en sus íntimas motivaciones o en su sinceridad, pero la idea en sí misma es irrechazable.

Abundan los casos prácticos, pero uno de los más recientes y burdos tiene que ver con la iniciativa legal promovida en Cataluña para abolir la "fiesta" de los toros en dicha comunidad. El hecho de que ese proyecto haya surgido de un partido independentista catalán ha sido aprovechado por sectores partidarios de las corridas de toros para promover una campaña contraria a dicha iniciativa, alegando que ésta atenta contra una tradición nacional intocable. Pero lo de menos es en qué ámbito territorial se haya propuesto la idea, o quienes hayan sido sus promotores, algo –a mi juicio– irrelevante en lo que se refiere al fondo del asunto. Porque, sean cuales sean las legítimas simpatías o antipatías que los nacionalismos despierten en cada uno, oponerse a la abolición de las corridas de toros con la excusa de que éstas constituyen un hipotético símbolo cultural identitario, es pura demagogia o –simplemente– confundir el trasero con las témporas. Y es que numerosos ciudadanos –independientemente de su ideología política– sencillamente no están de acuerdo con el maltrato animal para diversión humana, se trate de corridas, correbous, verbenas de "arrancarle-la-cabeza-a-un-pato-vivo", u otras lindezas semejantes (ni tampoco con la experimentación cosmética, maltrato en granjas industriales, etc.). Seguramente por ello, Mariano José de Larra –pionero del columnismo moderno, racionalista de pro, y poco sospechoso de tendencias secesionistas– ya hace doscientos años definió a las corridas de toros como un "circo en el que un animal tan bueno como hostigado, lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres".

Y llegados a este punto, por si a alguien le quedan dudas, recordemos a modo de síntesis –lamentablemente, no exhaustiva– que durante la "fiesta" el toro es: repetidamente alanceado desde arriba con una afilada y cortante puya de acero en la que apoya su peso el picador y que –mediante presión y giro "en barrena"– destroza sus músculos y ligamentos dorsales (a fin de dificultarle levantar la cabeza ante el torero); después, banderilleado varias veces con puntas de seis centímetros en forma de arpón (para que no se desprendan mientras el toro corre de un sitio a otro y aquellas se balancean desgarrándole piel y músculos); y finalmente ensartado con un metro de acero en la última de las "suertes" (que en teoría pretende pincharle en el corazón, pero suele atravesar su diafragma y pulmones, con profusa hemorragia en cuya propia sangre a veces el animal muere ahogado).

En fin. Todo esto me hace recordar una entrevista que vi en televisión no hace mucho. Se la hacían a un joven y exitoso torero, y –por su forma de expresarse– bastante culto. Por ello, me llamó la atención su reacción cuando la entrevistadora le preguntó si no le impresionaba ni le afectaba el sufrimiento del animal en la plaza. Porque, entonces, el matador contestó –con gran aplomo– que él estaba firmemente convencido de que los toros no sienten dolor. Claro –pensé yo–, va a ser eso.

(*) Abogado