Desde hace varias décadas se viene defendiendo la importancia que tiene la restricción del tráfico rodado en ciertos sectores de las ciudades para obtener una mejora de la calidad ambiental. Recordemos los primeros pasos en ese sentido: los proyectos de Bolonia o Ferrara a comienzos de los años 70, el congreso de 1974 sobre centros históricos, la exposición organizada en Palma por el Colegio de Arquitectos en 1975 sobre el Puig de Sant Pere o el proyecto para el centro histórico de Málaga en 1977, entre otros. La idea de la ciudad sometida al imperio del coche iba cediendo paso a la ciudad para las personas. Con el paso del tiempo, este criterio se ha ido consolidando. La ciudad del futuro es una ciudad sin coches, o con pocos coches. No solo por un criterio de sostenibilidad, sino de funcionalidad y calidad vital. El espacio urbano será dominio de las personas y el coche se utilizará, principalmente, para trasladarse de una ciudad a otra.

Y queremos aquí llamar la atención sobre una cuestión: cuando se restringe el tráfico rodado en alguna calle se producen dos efectos. Porque la mejora ambiental suele venir acompañada de un aumento del rendimiento comercial. Los peatones agradecen de inmediato la reducción del tránsito rodado y acuden a disfrutar del aumento de tranquilidad para pasear, para sentarse en las terrazas de bares y restaurantes o para ver escaparates; las personas substituyen al acechante rumor de motores, a los pestilentes tubos de escape y a sospechosos volúmenes metálicos que imponen su presencia bajo amenaza. Eliminada esta amenaza aparecen de inmediato los sonidos humanos (voces, pisadas) y también las tiendas y los edificios: los afortunados usuarios de la calle Blanquerna pueden hoy contemplar con tranquilidad fachadas de arquitectura notable, que se han convertido en telón de fondo de un espacio urbano vitalizado, cívico.

La reflexión sobre la actividad comercial es importante, porque no ha habido vez, desde que empezó a practicarse esta "enojosa costumbre" de peatonalizar, en la que no surgieran airadas quejas de los "afectados". Una de las primeras, en España, fue la de la zona de Porta Ferrissa, en Barcelona, a principios de la década de los 70. Las protestas de los comerciantes fueron casi violentas; pero a los pocos años, las calles en las que se restringió el tráfico se habían convertido en unas de las más rentables del país. Nadie en su sano juicio sería hoy capaz de proponer a esos mismos comerciantes que los coches volvieran a invadir el espacio de sus calles. Pero no hace falta ir tan lejos: ¿quién se atrevería hoy a proponer a los comerciantes de las calles Sant Miquel, Oms o Sindicat, en Palma, que los coches volvieran a espantar a los viandantes? Y es que los espacios comerciales más famosos del mundo, desde el zoco de Marrakech al Gran Bazar de Estambul pasando por el Rockefeller Center de Manhattan son… peatonales. No estamos descubriendo nada; lo sorprendente es la tardanza que muestran algunos de nuestros comerciantes (y algunos de nuestros políticos) en advertirlo. La avenida Jaime III, en Palma, es una de las calles de más alto rendimiento comercial. Pero no porque transiten coches, sino porque sus dos aceras laterales porticadas son verdaderas calles peatonales: los que compran no van en coche, sino a pie.

La transformación de la calle Blanquerna debería servir, de una vez por todas, de lección. Por aparente arte de magia, esta calle se ha convertido en un espacio amable, en el que ya están apareciendo terrazas al aire libre y nuevos comercios, y está destinada a generar una notable afluencia. Pero no sólo se ha elevado la calidad del espacio público, sino –para los que no ven otra forma de medir las mejoras– el valor por metro cuadrado de tiendas y viviendas. ¿Dónde quedan ahora las críticas que esparcieron con insistencia algunos medios de comunicación mientras se llevaban a cabo el proyecto y las obras?

Esta ciudad soporta una historia generosa en infortunio. Pero sin duda tiene grandes posibilidades de futuro, tanto en su centro histórico como en su ensanche y periferia, y somos los ciudadanos los que debemos exigir que no se dilapide este potencial. ¿Puede, por ejemplo, aceptarse, desde una elemental lógica, que plazas como la de Sant Francesc –que podría ser una de las más bellas del mundo– o la de Banc del Oli no encuentren mejor destino que el de ser utilizadas como aparcamientos en superficie? ¿Pueden ustedes imaginar cuál sería el aspecto de estas plazas si en vez coches aparcados o en movimiento (y los espantosos receptores de basura) viéramos un empedrado adecuado, iluminación de baja altura, terrazas de bares, libre circulación de peatones o ciclistas, y niños jugando con libertad? Muchas ciudades españolas y otras europeas como Montpeller, Estrasburgo, Nauplia y un largísimo etcétera, conocen bien la respuesta. ¿Por qué tenemos que viajar siempre en el furgón de cola? Palma tiene uno de los centros medievales más grandes y mejor conservados de Europa; sólo nos falta darle el uso que se merece. Y la reforma de Blanquerna es ya un ejemplo a seguir para muchas calles del ensanche. Hay que animar al ayuntamiento a llevar adelante el modelo de ciudad que establece diversos ejes cívicos similares, que podrían convertirse en núcleos de actividad de los diferentes barrios, y hay que felicitarle por no haberse dejado achantar ante las críticas de algunos vecinos, tal vez bienintencionadas pero con escasa visión de futuro, cuando se opusieron a esta afortunada lección de Blanquerna.