Hace unos días –víspera de Todos los Santos y Halloween– peregrinaba junto a mis hijas de aquelarre en aquelarre infantil. Ellas, disfrazadas y contentas; yo, observando a niños y mayores caracterizados de personajes de muchísimo pavor, tales como vampiros, brujas o zombis (y muy extrañado de que a nadie se le hubiera ocurrido disfrazarse de "compañía de seguros"). Y entonces, al escuchar una noticia en la radio del coche, creí tener un repentino déjà vu: el Gobierno central anunciaba una reforma legal encaminada a agilizar el desahucio por falta de pago de los arrendatarios de viviendas, y bautizaba pomposamente el proyecto como Desahucio exprés. ¿Estaba soñando? No, la situación se repetía: prácticamente idéntica a hace cuatro años.

En parte por eso, en un primer momento titulé este artículo Desahucio exprés y otros timos, aunque en un arranque de corrección política me haya decidido a intercambiar dos consonantes (en contra de mi preferencia a llamar a las cosas por su nombre). Los directamente afectados ya me habrán entendido, pero me explicaré. En España durante décadas el legislador había protegido –con razón– al arrendatario de forma muy especial, aunque llegándose a descuidar un tanto los derechos más básicos del arrendador, especialmente, el de percibir la renta de forma efectiva. Porque los procedimientos para obtener el desahucio por falta de pago eran largos y costosos. Esa tendencia empezó a cambiar cuando el legislador pareció darse cuenta de que muchas veces ese arrendador –lejos de pertenecer a la familia del "Gran Capital"– era tan sólo un asalariado, un autónomo o, incluso, un jubilado que –privándose de lujos y ahorrando como una hormiguita– había invertido a fin de obtener una renta más o menos fija (que no "segura") para mantener a la familia y/o completar su exigua pensión. Ciudadanos muy perjudicados cuando el arrendatario no pagaba. Y ello, tanto debido a la lentitud en recuperar el inmueble, como al grave riesgo de hallar aquel en un estado lamentable tras el desahucio: en mis primeros años de ejercicio entré junto a sus propietarios en varios de esos inmuebles recuperados y puedo asegurar que traspasar su umbral era algo así como cruzar la laguna estigia.

Pues bien, en 2005 ya se anunció a bombo y platillo una reforma legal ¡también bautizada –que casualidad– como Desahucio exprés! (es decir, que la casta gobernante, acostumbrada a que tengamos "memoria de pez", ya no nos da ni siquiera un lustro para que olvidemos y así poder vendernos un producto con el mismo nombre. Pero la hemeroteca no perdona). Porque aquella era una reforma que también iba a mejorar considerablemente la situación: agilizando el desahucio por impago de la renta, y –por ende– fomentando la oferta de la vivienda de alquiler. "Iba", porque en la práctica poca mejoría se ha percibido desde entonces. Poco más que cuando se señala la fecha para la celebración del juicio, también se nos notifica la del previsible "lanzamiento" o entrega por parte del juzgado. Y digo "previsible", porque nada garantiza que la recuperación del inmueble no se aplace por infinidad de motivos. Empieza entonces un calvario para el arrendador que no entiende el motivo de que –a pesar de que un juzgado le haya dado la razón– transcurran los meses sin poder tomar posesión de su vivienda (y sin cobrar). Y aquí da inicio la parte realmente difícil para su abogado. Porque, después de haber asesorado al cliente, redactado e interpuesto la demanda, y ganado el juicio, el arrendatario comienza a bombardear –muy comprensiblemente– a su letrado con preguntas como: "¿Qué demonios está pasando con el piso (o local), que no puedo entrar en él?". Y, cuando tratamos de explicárselo, nos replica: "Pues algo habrá hecho usted mal, porque en la tele han dicho que ahora hay ´Desahucio exprés´, y ´exprés´ significa ´rápido´, que lo sé yo". Las primeras docenas de veces que el letrado (habituado a la diaria actividad en los tribunales) oye el término "exprés", consigue dominar sus impulsos más primarios y explicarle sosegadamente al cliente que no es oro todo lo que reluce en el marketing político, y que el problema es el colapso de asuntos que ralentiza la mayor parte de los juzgados. Aunque, invariablemente, el cliente –que confía más en ese oráculo de nuestro tiempo que es la televisión– suele quedarse con la ceja levantada y esa mirada de: "lo dicho: algo ha hecho mal mi abogado" (cosa que, con el tiempo, cada vez se hace más difícil de sobrellevar profesionalmente).

Por ello ¿qué supondrá en la práctica la recién anunciada –y enésima– versión del Desahucio exprés? Habrá que comprobarlo. Pero si de algo estoy seguro es de que esos políticos (aficionados al alegre "deporte" de comenzar el edificio por el tejado) deberían haberse preocupado de crear previamente suficientes juzgados y dotarlos de los medios necesarios para que un objetivo tan ambicioso tenga un resultado efectivo. Dicho de otro modo: de nada sirve crear leyes de Desahucio exprés –y otras de bonito nombre y encomiables intenciones– si antes no se ponen los medios para que puedan aplicarse con verdadera eficacia. Pero, ya se sabe: no va a estar el legislador para esas minucias; que ya bregaremos luego los demás con esos "Miuras" propagandísticos que, de vez en cuando, nos lanzan al ruedo.

(*) Abogado