La primera pregunta es muy sencilla, ¿qué persona o empresa aceptaría pagar doscientos millones de pesetas por una miserable maqueta de una ópera que ni siquiera es original, que debe devolverse a su autor, que puede construirse más adelante en otro sitio y que sólo es un anticipo de la factura de cien millones de euros que vendrán después, sin tomar ninguna precaución sobre el beneficiario del encargo excepto desayunar con él, por muy Calatrava que sea? A buen seguro que los dos arquitectos del Govern que declararon ayer no han recibido jamás honorarios equiparables. Francesc Fiol destaca por su prudencia, que cabe extender a sus inversiones privadas. En proporción a su disparate de la ópera, el palacete de Matas es una austera celda monacal, aparte de que el dinero negro confesado por el expresident autoriza cualquier cábala sobre la financiación de su residencia palaciega. En resumen, ni el propio Calatrava comprometería esas cantidades con Calatrava, si tuviera que abonarlas de su bolsillo.

La segunda pregunta surge inevitable, ¿por qué entonces pagan sin sonrojarse cuando el dinero surge de los contribuyentes, por quienes velan en teoría los políticos? Cabe felicitarse de que los técnicos del Govern estuvieran ayer a la altura, al desenmascarar la patraña urdida por el Govern de Matas en favor de sus compañeros de desayuno. Ahora bien, los arquitectos fueron cuando menos tibios en el momento de producirse los hechos, y no cabe duda de que se hubieran mostrado más combativos si pagaran ellos. Aparte de que sus cargos son irrelevantes y suprimibles si se limitan a cumplir órdenes aberrantes. Fiol también operó con la tranquilidad que confiere el dinero ajeno, y su acreditado celo gestor se disolvió ante la urgencia por complacer a sus dos señores, Matas y Pedro Serra. Tal vez se hubiera atrevido a resistirse a uno de ellos, jamás a ambos a la vez. En cuanto al entonces president, un gobernante sin pasaporte, en libertad sólo porque pagó tres millones de euros y cuyos correligionarios le endosan epítetos de chacinería, no se despeina por cien millones salidos del erario.

Lo asombroso es que ninguna de las personas que desfilaron ayer ante el juez consideraba que su comportamiento se apartara de las pautas imperantes. Todo era normal. No había más criterio estético que la sumisión, ni mejor coartada que el dinero extraído a los ciudadanos. Obligados a consideraciones arquitectónicas, que resultan extemporáneas para los profesionales que han intervenido en este escándalo, el diseño que Calatrava pensó para Zurich y el que quiso revender en Mallorca a precio de Palma Arena son idénticos. O indistinguibles, por ponerse exquisitos. En cuanto a Matas, blindado ante cualquier consideración ética, cabe como mínimo reprocharle la vulgaridad de copiar a Zaplana incluso los engendros museísticos valencianos.

Para concluir con una brizna de optimismo, Mallorca es afortunada porque la ópera sólo ha llegado al juzgado de Instrucción, y nunca se verá materializada por los técnicos y políticos ahora investigados. El mejor Calatrava es el que no se hace, el bodrio hubiera costado 300 millones con los desvíos habituales en el Govern Matas. La inacabable batalla contra la corrupción ha arrastrado a estrellas como Jean Nouvel en Can Domenge o Calatrava en Can Wágner, dos protagonistas de la Arquitectura milagrosa (Anagrama) de Llàtzer Moix. Los arquitectos locales se irritan protocolariamente ante la invasión de las carísimas firmas foráneas. Sin embargo, aplauden dócilmente cuando se les obliga a avalar sus propuestas irracionales. Por qué lo llaman arte, si es sólo dinero ajeno.