La queja es una de las fuerzas motrices capaces de levantar el culo de los políticos de sus asientos. La otra es la corrupción,pero en Mallorca no es necesario explayarse sobre este asunto. Nos lo recuerdan el Palma Arena, el Metro, la non nata ópera de Calatrava o el lema que los implicados en la Operación Scala grabaron en su frente: "Cuanta más facturación, más comisión".

La protesta individual solo es eficaz cuando es persistente cual gota malaya. Así molesta y cabrea. Y un político molesto y cabreado es capaz de actuar con el objetivo inconfesable de retornar cuanto antes a la indolencia o a la autocomplacencia. El lamento colectivo preocupa y ocupa al señalado. Sobre todo si el alto, medio o bajo cargo se encuentra en periodo de celo electoral.

Quejarse de la sanidad y de los médicos viene de antiguo. Bartomeu Bennàssar recoge en su dietario A l´aguait de la vida (El càncer per la finestra) una anécdota narrada por Immanuel Kant (1724-1804): "Un médico que día a día reconfortaba a sus pacientes anunciándoles un próximo restablecimiento –a uno le decía que el pulso late mejor; a otro que la expectoración promete una mejoría; a un tercero que la transpiración, etc.– recibió un día la visita de uno de sus amigos. ¿Cómo va tu enfermedad?, fue la primera pregunta. ¿Cómo va a ir? ¡Me muero de tanta mejoría!"

Lamentarse por el funcionamiento de nuestro sistema de salud reconforta al individuo y a la colectividad. Libera las tensiones personales y obliga a los gestores a avanzar, aunque sea a paso de tortuga.

Quejémonos pues del médico que ni siquiera nos mira a los ojos mientras decide sobre nuestro cuerpo. Del que utiliza una jerga incomprensible para comunicarnos que nuestra piel será rasgada por un bisturí, que nosotros imaginaremos en manos de Jack el Destripador, aunque lo esgrima el más fino de los cirujanos. Y lamentémonos del galeno que hace buena esta cita: "La diferencia fundamental entre Dios y un médico es que Dios no se cree médico".

Protestemos por unas listas de espera que son más largas que algunas de las colas del pan que se formaban en la posguerra española. Por las citas previas fijadas a las 10 horas y 32 minutos que comienzan dos horas y trece minutos después. Por las radiografías y los análisis que llegan con 48 horas de retraso a nuestra entrevista con el especialista. Y por el aparato gracias al que nos iban a diagnosticar, que se estropea presisamente el día que nos tocaba a nosotros.

Clamemos contra el deterioro consentido durante años de Son Dureta. Contra la no reforma del antiguo hospital y la construcción del nuevo. Contra los retrasos en la toma de una decisión y contra el precipitado traslado a Son Espases. Contra la falta de batas con el nuevo logo o contra el maldito hongo que ha contaminado la UCI y un quirófano. Indignémonos por el impacto ambiental de Son Espases, por el saqueo a que seremos sometidos en el aparcamiento, por el color amarillo limón elegido para los mostradores, por los kilométricos pasillos y por el scalextric que debe facilitar los accesos.

Quejémonos una y otra vez. Hagámoslo de palabra y por escrito. Ante el departamento de Atención al Paciente, ante el conseller de Salud o ante el mismísimo president del Govern.

Sin embargo, no olvidemos nunca que somos unos privilegiados. Que por el mero hecho de haber nacido o venido a vivir a esta isla tenemos una sanidad que supera en varios cuerpos a la de la mayoría de países del mundo. Que muchos vivimos aún gracias a esta circunstancia casual, el lugar de residencia. Pero también porque disponemos de un personal sanitario preparado y con elevadas dosis de entrega vocacional. Tenemos acceso a una tecnología avanzada. Recibimos gratuitamente, o casi, los mismos fármacos que están a disposición de los ciudadanos de países más avanzados que el nuestro. Y nuestro sistema sanitario no escatima los medios ante un caso grave.

Reivindiquemos la utilidad de la queja, pero un momento para la satisfacción y la complacencia también ayuda a liberar las endorfinas que, dicen, nos dan la felicidad.