El gallinero: De pasiones (actualizadas) y carne

‘La casa de Bernarda Alba’ en el Teatre Principal.

‘La casa de Bernarda Alba’ en el Teatre Principal. / por Rafa Gallego

Rafel Gallego

Rafel Gallego

Aporta, y mucho, la ‘remasterización’ de La casa de Bernarda Alba, obra magna de Lorca, que ha hecho Alfredo Sanzol –director del Centro Dramático Nacional–. Para empezar, un casting impecable: Ester Bellver, Eva Carrera, Ane Gabarain, Claudia Galán, Belén Landaluce, Inma Nieto, Sara Robisco, Isabel Rodes, Ana Wagener y Patricia López Arnaiz, y en especial las dos últimas, que exhiben registros, llenan el escenario, proyectan las notas dramáticas... Un elenco que se completa con actrices locales en cada ciudad donde recala el montaje. En Palma fueron Conchi Almeda, Caterina Alorda, Anna Berenguer, Lluqui Herrero y Lulu Cormicán las plañideras elegidas para representar el duelo.

La voz de mujer reina mientras va cambiando el foco al ritmo de las pasiones secretas, evidentes o mal disimuladas. Hablan –la que menos– Amelia, desde la inocencia y el desasosiego. Llora –la única– Magdalena, porque padece de verdad por la muerte del padre. Esconde su amor Martirio, y se erige en verdadera rival por la atención de Pepe el Romano. Adela muerde, en llamas, y percute a base de carisma mientras se lo juega todo en una apuesta mortal ya mítica en el teatro lorquiano. Sufre Angustias (López Arnaiz) contra el tiempo y la amenaza de las sombras eternas. Y luego está Bernarda-Wagener, eje y tema en sí mismo de la resignificación de Sanzol. Aquí la represora –trasunto del fascismo que tocaba a las puertas de una España cruel– aparece con otros matices y muestra una figura más protectora, custodia de ese castillo inexpugnable, fortaleza para evitar ese mal encarnado en los hombres, egoístas, codiciosos y simples. La obra es un fresco –a veces un lienzo en movimiento– de patriarcado, sumisión y rebeldía enmarcado en una escenografía tan sencilla como portentosa de Blanca Añón, que ha diseñado en forma de casa-iglesia-ataúd ese refugio maldito, una suerte de cueva de Platón al servicio de la misión que Bernarda ha decidido ejecutar.

El público llenó el Principal para saborear el caramelo amargo del CDN, y parte de él estalló en risas al llegar el momento álgido de la historia, demostrando lo difícil que es traer al presente los códigos dramáticos del pasado, por mucho esfuerzo que se ponga en actualizar a los genios. Cosas del teatro, donde siempre se vive sin red.

Una semana antes llegó al Mar i Terra de Santa Catalina el descaro de Lluís Garau y su performática La carn: un trabajo fin de grado venido a más, deudor –según el propio artista– de Muerte en Venecia de Visconti. Transitan por ese escenario en penumbra –con monitores, cables y aros de luz– el exhibicionismo desacomplejado y triste a la vez, el erotismo, la cadencia y el bucle del Tik-Tok y sexo fast-food de DirtyRoulette. No hay trampa ni cartón en esa sesión única e irrepetible que supone cada bolo. Ahí está el intérprete –o quizá Lluis, la persona– frente a los usuarios que se conectan, expresan deseos y enseñan sus penes (y a veces las penas). Me parece una forma rotunda y hermosa de hablar sobre la era de la hipersexualización y las redes sociales, que arrastra placer, comunicación virtual, cierto misterio y también soledad. Queremos más ‘garaus’.

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