«Así ronronea el resabiado gato», diría un hodierno Nietzsche venido a menos. Apostaría por él para doméstico sabio y no por la rendida fidelidad perruna. Porque introduce la duda en busca de evidencia. Y sospecha que, quien comanda este estropeado mundo, algo tiene de pistolero antropoide, aunque vista uniforme de camuflaje humano. Su inveterado cultivo es el arte de la guerra. La mentira, el ardid y la emboscada, el rebuscado atrezzo de tan macabro baile. De ahí la oportunidad de esta distancia felina, cuando el parloteo y sus múltiples aditivos teatrales enturbian la realidad. Se trata del oportuno reposo ante el amanecer de la clarividencia. 

Pues, de eso trató el mustio funeral de un Gorbachov que, estando vivo, perdió hasta su sombra. Si en algún momento tuvo algo de gloria, volátil pavesa es ahora. Porque todavía resuenan las socarronas carcajadas de Clinton, ante un ebrio y bailongo Yeltsin zascandil, sobre los despojos de una URSS en pleno desguace. 

Y uno no puede evitar el contraste con otra figura, la de Mandela, fulgurante todavía. Un excluido de la historia por terrorista, para que se pudriese en una penumbra celda; que paciente orquestó su fuga, saliendo por la puerta grande y en limusina; para ser el primer presidente negro de su país.

Uncido durante 27 años a un carcelero ku klux klan, escudriñó el agujero oscuro de aquel cruel apartheid, hasta llegar al fondo. El ovulo ponzoñoso de un brutal pavor inflexible, ante la certeza de que el nativo negro herido en lo más profundo, procreando como rata, un día los barrería hasta sepultarlos en el mar. Y su recinto placentario, una insomne conciencia roedora, bajo una amenazante condena internacional. 

Usó tiempo y perspicacia. Para rendir la oreja a sus cancerberos. Anillarlos en convincentes correos mensajeros. Y medrar la exótica paloma de la paz en aquel crítico instante de la historia.