Opinión

El móvil, solo para adultos

La ley de protección digital de los menores se presenta como un manual coactivo, alejado del tono persuasivo inherente a un proceso educativo y con miedo a los suministradores

Una persona usa el teléfono móvil

Una persona usa el teléfono móvil / EP

En una sociedad configurada para que sus miembros puedan considerarse a la vez víctimas y culpables, el objetivo primordial de los adultos consiste en que los adolescentes no repitan los errores de sus mayores. En este capítulo incide la ley de protección digital planteada por el Gobierno. Presentada también en semana electoral, todo sea dicho. En resumen, los móviles son demasiado peligrosos para dejarlos en manos de los niños, pese a que los manejan con mayor soltura que sus progenitores. O precisamente por ello.

El niño despojado del móvil tampoco podrá ser vigilado electrónicamente por sus tutores, una de las facetas de la esclavitud digital hurtada al debate. Al margen de esta liberación inesperada, el anteproyecto de ley se presenta como un manual coactivo, alejado del tono persuasivo inherente a un proceso educativo. Por no hablar del miedo a los suministradores, aunque la palabra correcta sería pánico. Si el teléfono es una droga, qué nombre debe asignarse a quienes lo venden.

La mayoría de las conductas telefónicas que se consideran viciadas en los alumnos también serían perniciosas para los adultos, así que el Gobierno debe dejar de lado a los mayores por irremediables. El recitado de peligros que acechan detrás de una pantalla de unos centímetros cuadrados supera con creces a la crueldad de un festejo taurino, por no hablar de la diferencia abismal entre el número de afectados por ambos fenómenos. Sin embargo, se descarga la actividad censora en la corrección artificial y puede que ficticia de la infancia, que de momento no vota. Sin olvidar la paradoja de descargar maldiciones sobre un móvil como el utilizado ahora mismo para leer este artículo, quizás para escribirlo.

La legislación redactada para quedar bien explica el auge de la extrema derecha con más eficacia que los argumentos diabólicos habituales. El crimen no reside en el móvil, sino en la habituación. También sería peligrosa una adicción al ajedrez que mantuviera a todos los niños del mundo enganchados al tablero durante doce horas diarias. No existe ninguna probabilidad de que ocurra, ni después de visionar Gambito de dama. Se desemboca así en la evidencia que la sociedad se resiste a admitir, hay que prohibir las drogas también digitales porque funcionan, pese a sus detestables efectos secundarios.

El tiempo que los jóvenes pasarán alejados del móvil será dedicado por el horror vacui a otras actividades, pero el Estado no puede garantizar que sean más provechosas. Al revés, la transformación de cualquier conducta en adicción conllevará la denigración de esta agenda de sustitución. El propósito idealista consistiría en formar una legión de profesores apasionantes, de modo que a ningún alumno embelesado se le ocurriría distraerse con artilugios durante la clase.

La ley de protección digital de los menores conlleva la admisión de una derrota. En primer lugar, se reconoce que un educador o un tutor no pueden competir con un móvil como vector educativo, un fracaso social. En segundo lugar, no se trata de limitar el teléfono a los alumnos para enseñarles más matemáticas, sino para adoctrinarles en la empatía. No queda clase si los baremos PISA serán sensibles a este reenfoque. Por tomar a los adultos como rehenes, no todos utilizan sus dispositivos para leer a Lorca, a más de uno le sorprenderá incluso que exista esta alternativa cultural.

En su redactado inicial, la ley refuerza la labor policial de todos los escalones implicados, médicos incluidos. Se atiende por tanto a una versión sin duda tardía del Vigilar y castigar de Foucault. Se recurre a menudo al éxito del confinamiento progresivo de los fumadores, pero la toxicidad del tabaco lo coloca en la cúspide de la pirámide nociva, salvo para el filósofo Xavier Rubert de Ventós cuando admitía que sin los cigarrillos era incapaz de pensar.

La primera pregunta a los expertos que pontifican sobre la escasez de vivienda es «¿dónde vive usted?» En el caso de los legisladores con poder de veto electrónico, cabría plantearles «¿cuándo fue la última vez que se mantuvo usted una hora sin consultar el móvil ni sufrir un ataque de ansiedad?» Aflorarían así los obstáculos para compatibilizar el odio a la adicción telefónica con la digitalización acelerada y no menos coactiva. Se obligará simultáneamente a los adolescentes a desintoxicarse del móvil y a los ancianos a esclavizarse al aparato.

La ley protegerá según tiene previsto a los menores obedientes, pero sobre todo a los alumnos que eludan las prohibiciones, exploten el móvil en su propio beneficio y adquieran una ventaja insuperable respecto de sus pares. Quien prefiera instruirse por los cauces tradicionales, aventajará como ser humano a los esclavos de la tecnología, pero su esfuerzo será baldío en el futuro que viene. n

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