Opinión

Preso en el paraíso

La juventud del Viejo Continente ha entrado oficialmente en una etapa existencialista. Los analistas vaticinan una fuerte abstención juvenil en las europeas

La vía de cintura Palma-Calvià es una ratonera de mayo a noviembre.

La vía de cintura Palma-Calvià es una ratonera de mayo a noviembre. / DM

El año pasado hicimos cuatro mil kilómetros en coche por varias ciudades y los Highlands escoceses. La llamada ruta 66. Un road trip por preciosos paisajes de carreteras estrechas que cada centenar de metros habilitan un passing place, o pequeño ensanchamiento a modo de pequeño cul de sac , para poder ceder el paso al que viene en dirección contraria. Los escoceses conducen rápido pero pegados al arcén. No te puedes despistar.

Al llegar a Inverness leí un diario local que se quejaba de la masificación turística de las principales rutas. Y me entró la risa. Algo similar viví en Menorca donde se lamentaban de lo mismo. Ni a escoceses ni a menorquines les falta razón. Es cuestión de con quién te comparas.

Cuando visitamos Florencia y Venecia, disfrutamos mucho, pero la sensación de becerro en manada y de agobio la tuve todo el viaje. Me solidaricé con los vecinos de esas villas y pensé que jamás viviría en esas ciudades. La sensación era de estar preso en el paraíso.

Vivo en el municipio de Calvià y hasta hace pocos años tardaba trece minutos en llegar al centro de Palma. Ahora puedo tardar media hora si no hay incidentes. Y siempre los hay. La vía de cintura Palma-Calvià es una ratonera de mayo a noviembre. Resulta inevitable la comparación local con la M-30. Y el Paseo Marítimo, única vía alternativa de entrada a la ciudad, es un tapón insufrible en el que rebuznas quince minutos. Y si llueve, encomiéndate al santo Job. Eso ya sucedía antes de las obras en curso. Cuando acaben, será mucho peor. El Alan Turing que decidió quitar carriles no debe vivir en Calvià.

No me persuade ir al Caló des Moro, Es Caragol, Formentor u otra de mis playas favoritas, porque los cerebritos que se hacen la fotito para colgarla en Instagram las han popularizado tanto, que a los locales nos condenan a ir a Illetas de 9 a 11 de la mañana. Únicas horas en las que puedes darte un baño sin sufrir el reguetón del vecino, que te echen arena los que juegan con las palas o que te pisen los niños de los cojones. Lo mismo sucede si se te ocurre pasear por el Born. Las manadas de turistas que vierten los cruceros son las mismas de la Piazza della Signoria o del Ponte di Rialto.

Lo anterior es de conocimiento público. Hace trece años reivindiqué en este diario la necesidad de poner una tasa turística. Me mojé escribiendo lo que se podría recaudar, y erré por un veinte por ciento. La cuestión es querer resolver el problema, y las medidas las sabemos todos. El gobierno de antes y el gobierno de ahora. Porque la convivencia se está volviendo insoportable. Se trata de conjugar la llegada de turistas que aportan el cuarenta y cinco por ciento del PIB balear con la calidad de vida de los nazarenos que pagamos impuestos y vivimos en las islas. Existen varias soluciones: elevar la tasa turística hasta una cifra considerable que disuada al turista de pulserita e invertirla en medidas paliativas de la indeseable masificación, reducir el número de cruceros... pero de verdad. Monitorizar sus efectos, cuadrando el equilibrio entre ingresos turísticos y los problemas que causan. Reducir drásticamente el número de coches de alquiler e invertir en transporte público alternativo. Sancionar severamente el alquiler turístico, lo que, por otra parte, revertiría parcialmente el desaforado aumento del precio de la vivienda. Porque a quien no quiera entender que es una de las principales causas de ese otro problema, le falta un hervor o está excesivamente ideologizado. Imponer una tasa a los no residentes o trabajadores por circular por el centro de la ciudad, como han hecho Bergen, Londres o París (si tienes un SUV pagas 18 euros diarios en la Ciudad de la Luz), entre muchas otras ciudades, y diseñar un transporte público circular, con frecuencias cortas y a precio muy accesible para disuadir del uso del coche. Hay muchas más medidas.

No se trata de ser progresista, conservador o mediopensionista. Se trata de calidad de vida del residente y de prever lo que en unos pocos años se va a convertir en el grave problema de Mallorca. Porque cuando ese momento llegue, y llegará, serán los turistas los que decidan no venir. Optarán por Turquía, Croacia, islas griegas o italianas, por la Costa del Sol o la Costa Brava. Tienen el mismo azul turquesa, han mejorado sus infraestructuras y su planta hotelera, tienen mejores precios y parte del personal que trabaja en sus servicios todavía puede pagar un piso de alquiler. La alternativa será una lúgubre isla-prisión empobrecida notablemente porque alguien dejó de hacer su trabajo por no enfrentarse a la realidad.

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