Opinión | VERDIALES

Ansiedad

Si el cuerpo se detiene, se para la vida. Por algo es sabio, a veces más que la propia mente. Y conviene escucharlo, sobre todo cuando grita pidiendo auxilio

La sensación de nerviosismo, o agitación, es uno de los síntomas de la ansiedad.

La sensación de nerviosismo, o agitación, es uno de los síntomas de la ansiedad. / Freepik

Hace un par de días, me desperté en mitad de la noche debido a un fuerte dolor en el pecho. La molestia era muy aguda, tanto que no encontraba ninguna postura que me resultara cómoda para volver a conciliar el sueño. En casa no dormimos bien y, por eso, no quise despertar a L. Tampoco soy aprensiva ni hipocondriaca. He pasado ya varias veces por quirófano y he convivido con la enfermedad, ajena y propia, desde la adolescencia, lo que hace que esté familiarizada con las dolencias y los síntomas, que nunca magnifico.

Intenté volver a dormirme, sin moverme demasiado. Pero, lejos de desaparecer, el dolor del pecho se extendió a la cabeza, provocándome una cefalea de la que ya no logré desprenderme, ni siquiera en los intervalos de sueño en los que, fruto del agotamiento, caí hasta que sonó el despertador. Me levanté, la primera, a preparar el desayuno, como hago cada mañana, y, a medida que iba desarrollando sencillas tareas, desde cargar la cafetera a colocar el pan en la tostadora, el malestar se iba apoderando de todo mi cuerpo.

El dolor en el pecho me oprimía cada vez más y se irradiaba al estómago y a las extremidades, a todas. La cefalea iba avanzando lentamente, del cuello hacia las meninges, y parecía decidida a convertirse en una de esas migrañas que te condenan a la penumbra. Me temblaban las manos. Apenas podía sostener la jarra de la leche. Cuando L. se levantó, le conté lo que me sucedía. Traté de restarle importancia, pues vi en sus ojos el temor al sufrimiento de aquel al que amas, uno de los peores miedos, ya que es siempre infructuoso.

Me di un rato más, para ver si el cuadro iba menguando, y finalmente decidí escribir a C., que, además de amiga, es mi médico de cabecera y, sin embargo, es capaz de atenderme con la misma objetividad y escrúpulo que si no me conociera. Le expliqué cómo me sentía, qué síntomas tenía, y me dijo que me fuera a la consulta: «No puedo descartar nada si no te veo». Una vez allí, me tomó la tensión (12/9), me auscultó (ningún ruido raro) y me midió el oxígeno en sangre (99%). Todo perfecto. Menos yo. Casi rompo a llorar. «¿Qué me pasa, entonces?», le pregunté. «Tienes un ataque agudo de ansiedad».

Al salir del centro de salud, con la prescripción de un bromazepam por la mañana y otro por la noche y un fuerte analgésico para la jaqueca, además de tranquilidad y descanso, recetas que no se dispensan en la farmacia, busqué el término ansiedad en el Diccionario. Ninguna de las dos acepciones describía lo que a mí me pasaba, a esas horas todavía de manera muy intensa: «Estado de agitación, inquietud o zozobra del ánimo» y «Angustia que suele acompañar a muchas enfermedades, en particular a ciertas neurosis, y que no permite sosiego a los enfermos».

Síntomas físicos. No, yo no me sentía así. Yo me sentía morir. Me encontraba mal, muy mal. No era una zozobra del ánimo ni una angustia relacionada con una neurosis. Eran síntomas físicos que me anulaban, que me impedían respirar, tragar, comer, hasta hablar. Yo, que vivo obsesionada con el lenguaje, que persigo las palabras, era incapaz de armar una frase con sentido y terminaba cayendo en una espiral de tartamudeo que me obligaba a cerrar los ojos para evitar que mi interlocutor se diera cuenta de lo que estaba pasando en mi cerebro.

Era, en efecto, aunque así no lo reflejara el Diccionario, un ataque de ansiedad, un cuadro agudo que a diario sufren miles de personas hasta la incapacidad, incluso. Había leído a Eloy Fernández Porta, que en Los picos negros (Anagrama) narra las fases de desesperanza, los episodios de ira, las ideaciones suicidas que todo el que sufre un trastorno de ansiedad prolongado padece en algún momento. Había escuchado a Rosa Montero hablarme de sus ataques de pánico: «Es como que llega un gigante, te pega una patada y te saca de la existencia».

Pero nunca lo había sufrido, que es el único modo real de ponerse en el lugar del otro, de compartir su dolor, de entenderlo. Hasta la noche del pasado martes. Entonces lo supe, aquel día comprendí que si el cuerpo se detiene se para la vida. Por algo es sabio, a veces más que la propia mente. Y conviene escucharlo, sobre todo cuando grita reclamando auxilio. «No pido que se suprima la fatiga. Pido ser conducido a una región donde sea posible estar fatigado», escribió Maurice Blanchot. Aún con el dolor en el pecho, presa todavía de la turbación, ansío ser capaz de encontrar ese lugar en el que poder descansar sin sentirme culpable.

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