Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

El sello de Francisco

Bergoglio ha dejado su impronta en la Iglesia

El papa Francisco

El papa Francisco / EFE

Con 87 años, la renqueante salud del papa Francisco empieza a suscitar preguntas acerca de un futuro cónclave ya no tan lejano. El dictado del tiempo se impone incluso en los cuerpos más recios y el de Jorge M. Bergoglio nunca lo ha sido exactamente. Conserva, sin embargo, una firme voluntad de mando, herencia jesuítica tal vez, y una visión reformista que resulta excesiva para unos e insuficiente para otros. A la fuerza, la elección de un nuevo sumo pontífice supondrá un primer juicio acerca de su reinado. ¿El primer Papa hispanoamericano dará paso a otro papa de las periferias o habrá un retorno a las viejas esencias de Europa? No lo sabemos. También es cierto que no todas las periferias comparten exactamente la misma visión y que la sensibilidad teológica –o los problemas– de la Iglesia africana, tan tradicional en su forma y en su fondo, no es idéntica a la de la asiática o de la sudamericana. Francisco, en todo caso, no se ha caracterizado precisamente por la rigidez doctrinal: sus declaraciones, a menudo contradictorias, se pueden interpretar en un sentido o en el opuesto, a favor de unos o de otros. Esa indefinición, creo que buscada, ha generado un indudable desconcierto entre muchos creyentes, pero al mismo tiempo ha favorecido una extraña apertura que impide cualquier vuelta atrás. Del mismo modo que Benedicto XVI, liberalizando la misa en latín (ahora severamente limitada de nuevo por Francisco), quebró la visión unilateral de que solo un tipo de liturgia era posible (y esta apertura, sin duda, tendrá que ser aceptada de nuevo en el futuro, dado que miles de fieles, sobre todo en los Estados Unidos, se han educado en la misa tridentina), asimismo el aggiornamento bergogliano seguirá influyendo en el catolicismo de las próximas décadas. Lo hará por vía de sus nombramientos episcopales y cardenalicios, y también porque los derechos adquiridos por los laicos se revierten sólo con una enorme dificultad.

Es probable que el próximo cónclave tenga que buscar un equilibrio entre los dos últimos pontificados: por un lado, la lucha contra el relativismo cultural que ha ensombrecido la luz de Occidente; por otro, el énfasis en la misericordia. Al mismo tiempo, el reequilibrio entre el tesoro de la tradición y la experiencia posmoderna de un mundo sin anclajes y, por tanto, sin apenas referentes del pasado. Por utilizar el lenguaje empleado por el propio papa Francisco en su último libro entrevista con Javier Martínez-Brocal, tras un pontificado caracterizado por el eslogan de «hagan lío», llegará otro más tranquilo que consolide un periodo de cambios. Se diría que, más que con Juan Pablo II o con Benedicto XVI, ha sido finalmente con Francisco que se ha cerrado el Postconcilio. Quizás después se pueda iniciar ya el juicio sereno que requiere, a medio camino entre la sociología, la historia y la teología. Lo único cierto es que dar marcha atrás a las agujas del reloj nunca funciona, porque no hay pasado que vuelva si no es en forma de algo ligeramente distinto. Esta ley –que vi enunciada por primera vez en una carta de Isaiah Berlin– también puede aplicarse ahora. Bergoglio ha dejado ya su impronta en la Iglesia; tal como lo hizo Ratzinger, de un modo quizás más sutil. Nadie escapa a su destino.

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