Opinión

¿Inyección contra el envejecimiento?

Puede abrirse una vía hacia tratamientos que no van dirigidos a curar enfermedades

Ilustración: ¿Inyección contra el envejecimiento?

Ilustración: ¿Inyección contra el envejecimiento? / Leonard Beard

Cuando, hace más de un año, un compañero endocrinólogo me dijo que cada vez tenía más mujeres que llegaban a la clínica pidiéndole una inyección para adelgazar, que habían escuchado que hacía maravillas, lo primero que pensé fue que era otra de aquellas modas que vienen de Estados Unidos impulsadas por algún famoso de figura envidiable dispuesto a creerse cualquier cosa. Pero mi amigo me aseguró que esta vez iba en serio: se trataba de un fármaco originalmente pensado para tratar la diabetes, pero que, como efecto secundario, hacía perder peso de una manera rápida. Cuando empezó a correr la voz (incluso Elon Musk dijo que lo tomaba), la gente con sobrepeso había ido a pedir a sus médicos que se lo recetara de ‘extranjis’. Finalmente, viendo que realmente funcionaba y respondiendo a la presión popular, se había acabado aprobando oficialmente su uso para tratar la obesidad.

Supongo que muchos conoceréis ya esta familia de compuestos que se unen al receptor del GLP-1, una hormona intestinal que controla los niveles de azúcar en la sangre y, a la vez, reduce el apetito. Actualmente, hay varios disponibles, como la Tirzepatida o la Semaglutida, que han dejado de ser una fórmula conocida solo por los iniciados a convertirse en unos de los fármacos más recetados en todas partes. Esto, en principio, es una buena noticia, teniendo en cuenta la epidemia de obesidad que afecta a los países desarrollados. Mantener un peso equilibrado sabemos que reduce las posibilidades de sufrir un cáncer o enfermedades cardiovasculares e, incluso, retarda los procesos de envejecimiento. Todo lo que nos ayude en este sentido, tiene el potencial de tener un gran impacto en la salud global.

Ilustración: ¿Inyección contra el envejecimiento?

Ilustración: ¿Inyección contra el envejecimiento? / Leonard Beard

Los humanos, como todos los animales, estamos genéticamente programados para desear los alimentos más calóricos. Es la manera que tiene la evolución de asegurarse que ingerimos suficientes calorías cuando están disponibles, y así hacer bolsa para cuando venga la época de vacas flacas. El problema es que, con los adelantos culturales, tecnológicos y científicos de los últimos siglos, en buena parte del planeta la escasez alimentaria ya no es un problema: siempre tenemos al alcance tantas calorías como necesitamos y más. Nuestro cerebro, obedeciendo a los instintos primigenios, continúa empujándonos hacia todo lo que tenga grandes cantidades de grasas y azúcares (lo normal es que siempre nos atraiga más un cruasán que una ensalada) y el efecto de recompensa que nos genera su consumo nos lleva a acumular calorías innecesariamente. Si sumamos que unos cuantos espabilados se dieron cuenta que podían hacer millones con estas pulsiones animales e inventaron el fast food, tenemos la tormenta perfecta que nos ha llevado a la gran oleada de sobrepeso del siglo XXI.

Soluciones rápidas

Pero el Ozempic y los otros agonistas del GLP-1 no son fármacos mágicos que puedan sustituir unos buenos hábitos alimentarios, sino que, de momento, se tendrían que reservar para los casos difíciles de obesidad que no responden a ninguna otra intervención. Es lógico que, viviendo en la era de la recompensa inmediata, nos atraigan soluciones rápidas a problemas complejos; pero la química no tiene que buscar suplantar el esfuerzo, sino complementarlo. Sobre todo porque todavía no hemos descubierto todos los impactos de estos fármacos: la lista de efectos secundarios va creciendo, no todo el mundo responde igual (a algunos no los hace nada, otros pierden músculo a la vez que grasa...) y, cuando funcionan, podría ser que hubiera que tomarlos de por vida. También dan sorpresas positivas: hace unas semanas se descubrió que reducen la inflamación crónica, típica de la edad y de enfermedades como el Párkinson y parece que mejoran también la salud cardiovascular. Así pues, quizás hemos encontrado por accidente un producto con efectos antienvejecimiento reales.

Pero hasta que no entendamos bien las consecuencias de tomarse estos compuestos debemos ir con precaución. Manipular los mecanismos que se encargan de controlar cómo aprovechamos los alimentos puede tener efectos positivos en la salud, pero antes tenemos que estar seguros de lo que hacemos. Hay una red de procesos esenciales (envejecimiento, inflamación, inmunidad...) que dependen los unos de los otros y tenemos que vigilar que para arreglar uno, no estropeemos otro.

Démosle más tiempo a la ciencia para ver qué pasa, pero puede ser que estemos abriendo una nueva vía hacia una serie de tratamientos que no irán dirigidos a curar enfermedades, si no que algún día se darán en personas sanas para mejorar el estado de salud basal y así poder vivir más y mejor. Podría ser toda una revolución, si encontramos la manera de hacerla sin estropear nada.

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