Al Azar

El confinamiento de Yolanda Díaz

Matías Vallés

Matías Vallés

Yolanda Díaz ha corrido en auxilio de su amiga íntima Francina Armengol, desviando el fraude de las mascarillas a los horarios del ocio nocturno. Tiene gracia que la presidenta del Congreso protagonizara una aventura de bar de madrugada, nunca aclarada, en tiempos de covid. Al igual que la expresidenta de Balears, la fundadora de Sumar también se encuentra en horas bajas de aceptación popular. Confinada por los votantes, se expresa con la rabia reconcentrada de quien desea una nueva excusa para volver a encerrar en casa a toda la población. «No es razonable un país que tiene sus restaurantes abiertos a la una de la madrugada».

Qué se hizo del prohibido prohibir, y de la necesidad de convencer sin imponer, porque cualquier sugerencia emanada de una vicepresidenta del Gobierno adquiere un márchamo coercitivo. Por supuesto, todo ello en beneficio de los trabajadores. Es decir, se disfraza el fraude vigente en el ámbito laboral de puritanismo militante, camuflando la evidencia de que la primera obligación de una gobernante es que se cumpla la ley. Transformar lo ilegal en dickensiano es la función de los novelistas ociosos, no del poder.

Nunca he trabajado demasiado, pero lo he hecho a todas horas del día, y puedo asegurar que me siento tan explotado a medianoche como a mediodía. No tiene sentido seguir, porque la propia Díaz ha tenido que desmentirse en «estamos muy a favor del ocio». El problema de la vicepresidenta no es que enfurezca a la derecha, sino que se lo pone difícil a la izquierda. Predicar que es más sano acostarse a las diez de la noche y levantarse a las siete es una función impagable de la clase médica, no un programa electoral. El progresismo no consiste en obligar a los ciudadanos a ser felices, ni en intervenir en sus horarios de sueño. En su crispación creciente, la fundadora de Sumar ha logrado desde luego atraer una cuota de las cornadas destinadas a Koldo. También demuestra que todos los candidatos prometedores pero frustrados alcanzan el punto de ignición, en que culpan a los ciudadanos de su infortunio.

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