TRIBUNA

Un paseo por el centro

Había una cola enorme de personas con el mismo plan que el nuestro. Si tan sólo hubiéramos llegado unos minutos más tarde, estaríamos en ese anélido de cuerpos en fila, esperando

Una churrería.

Una churrería. / Nele Bendgens

J. Teresa de Ruz Massanet

J. Teresa de Ruz Massanet

Y decidimos ir a comer chocolate con churros. Empujados por el frío, las compras y la misma gente que rellenaba las calles, se nos ocurrió ese plan. Después de dar un paseo por La Rambla giramos hasta llegar a la churrería con la seguridad de que encontraríamos cola, pero como nos gusta estar seguros de todo, quisimos constatarlo. Efectivamente, nos detuvimos nada más subir unos pasos de la cuesta y ver el panorama. El vacío de plan en medio de la calle ejerció un inmenso poder sobre nuestros movimientos, así que acto seguido redireccionamos nuestra ruta como si de un navegador se tratara. Lo teníamos claro, íbamos camino a uno de los lugares emblema de Palma donde se comen ensaimadas, entre otros pecados.

Atravesamos la plaza Major en una exhalación, y él empezó a acelerar el paso; creí que era para que la noche, que se cernía sobre nosotros, no nos confundiera. Giramos a la izquierda y luego nos adentramos en una calle húmeda. No había llovido, pero el suelo estaba mojado, el aire era como agua evaporada pero fría, las paredes de marés de algunas edificaciones exudaban humedad y otras mostraban desconchones en la parte baja de la fachada, a la altura de nuestras rodillas. La calle estaba ya de una tonalidad gris oscura. Sólo alumbraban alguna farola escondida de débil iluminación, la luz que emanaban algunos comercios abiertos ese día y la cúpula de una iglesia. Al girar una vez más a la izquierda, allí estaba la calle estrecha donde íbamos a cometer «el delito». Al introducirnos en ella, un fuerte olor a orín de perro nos asaltó; instintivamente miré un pilón porque supuse que allí estaría el rastro y mi pretensión era no pisarlo. Pero fue un microsegundo de pensamiento porque ya no importaba, ya habíamos llegado al templo gastronómico. Él aceleró más el paso. Eran pasos cortos y rápidos frente a los míos más largos, pero más pesados. Me costaba seguirle. Había, en esta ocasión, poca cola.

En la entrada había un letrero en un papel DIN A4 apaisado color de arena mojada donde se decía «se ofrecen clases de caligrafía», sin ningún teléfono de contacto, y tras los cristales veíamos el ajetreo de los camareros con bandejas en lo alto repletas de delicias mallorquinas. Las mesas estaban llenas de familias, amigos y gente que hablaba y comía al mismo tiempo. Observábamos a los que se levantaban a pagar, y calculábamos nuestro turno o el lugar donde quizás nos sentarían. Cuando nos tocó entrar fue casi como volver a casa. Era el retorno a algún lugar conocido que traía buenos recuerdos y que poco había cambiado.

Charlamos mientras nos sabía a poco lo que zampábamos.

Sólo cuando nos fuimos comprendí por qué aceleró tanto el paso para llegar al sitio. Había una cola enorme de personas con el mismo plan que el nuestro. Si tan sólo hubiéramos llegado unos minutos más tarde, estaríamos en ese anélido de cuerpos en fila, esperando. Comprendí que en Palma ya se consolidaba el padecer algún síntoma propio de las grandes ciudades: las colas para todo. Recuerdo Madrid y la cola infinita hasta para entrar con reserva a un conocido top roof. Regresamos como llegamos, pero con los buches llenos de ese pedacito de felicidad autóctona. Pasamos por los Jardines de la Misericordia, que estaban a punto de cerrar, pero aprovechando la tarde quisimos que la humedad nos calara inmisericorde sentándonos unos minutos en uno de sus bancos. Él se frotaba las piernas para entrar en calor, hasta que nos fuimos. Otra tarde más.