Una ibicenca fuera de Ibiza

14 vacas

George Gerbner, teórico sobre la Comunicación y autor de la Teoría del cultivo.

George Gerbner, teórico sobre la Comunicación y autor de la Teoría del cultivo. / Wikipedia

Pilar Ruiz Costa

Pilar Ruiz Costa

Por cada noticia mala hay cien buenas. O incluso más. No tengo la menor duda aunque he estado tratando de dar con datos empíricos con que acompañar esta teoría y solo he encontrado cifras dispares. Tendrán que creerme a mí y no a las noticias de las nueve. Nos sobran los motivos.

Lo que sucede es que somos adictos a las malas noticias, una pequeña tara remanente de nuestra naturaleza más primitiva. De aquellos tiempos en que vivíamos en una cueva y el trabajo de nuestro cerebro era mantenernos con vida en un mundo repleto de tigres dientes de sable. Ahora, con los tigres extintos y viviendo en un adosado, nuestro cerebro reptiliano continúa buscando peligros en lugares equivocados. Y en la batalla diaria de periódicos y televisiones por obtener audiencia, nos sirven miedos en bandeja. Una y otra vez, una y otra vez, respondiendo a una demanda real del reptiliano mercado. Y los políticos sin proyecto nos dibujan un mundo hostil donde nos crecen los enemigos porque una población aterrorizada no puede pensar, y sobre todo, porque paga cualquier precio a cambio del amparo de un gobierno.

Por eso nos quedamos pegados con velcro viendo la noticia de un apuñalamiento en Coslada y ni se mencionan los cientos de pedidas de mano o los miles de ramos de flores que se vendieron.

George Gerbner, teórico sobre la Comunicación y autor de la Teoría del cultivo identificó en la década de los 60 lo que denominaba el ‘Síndrome del mundo malo’, según el cual cuanto más tiempo pasaba la gente mirando televisión —añadamos ahora las redes sociales—, más cultivaba la imagen del mundo como un lugar aterrador donde no se podía confiar en los demás. Esta exposición prolongada a las malas noticias no solo tenía evidentes efectos a corto plazo, sino que eran —son— devastadoramente acumulativos.

¿Quieren una mala noticia? Les traigo la peor: vamos a morir todos. Pero no hoy. No todavía. ¿Y saben la buena? La verdad es que por encima del estruendo de unos pocos haciendo agujeros han sido siempre esos ‘demás’ los que han acudido en masa silente a poner remedio. Una y otra vez, una y otra vez. Por eso podemos —y debemos— asomarnos a las espeluznantes pantallas e incluso escuchar los apocalípticos augurios de cualquier político en la oposición siempre que llevemos una buena reserva de criptonita en los bolsillos: objetividad y memoria.

Recordando por ejemplo la avalancha de voluntarios que se acercó espontáneamente a donar sangre tras los atentados del 11 de marzo, que hizo que solo dos horas después de las explosiones la Consejería de Sanidad pidiera que no acudieran más porque ya estaba garantizado el suministro para todos los hospitales. Fueron 16 terroristas frente 1200 personas anónimas haciendo fila solo en el puesto de donaciones de la Puerta del Sol. Más de 200 taxistas madrileños colocaron en sus coches el cartel de «Servicio gratuito para los familiares de las víctimas del atentado». Algunos, incluso, durante su día libre.

Por cada uno de los 19 terroristas que estuvieron implicados en la masacre del 11 de septiembre en el World Trade Center hubo miles de voluntarios que ayudaron en las tareas de búsqueda o desescombro. Aunque los atentados coincidieron con una época de crisis económica y recortes de empleo, dos tercios de las familias del país donaron dinero. Se recaudaron alrededor de 2.500 millones de dólares.

Pero esta ola de altruismo era demasiado grande para contenerse en la frontera y llegó incluso a la tribu de los masái en Kenia. Aunque no tenían televisores sino radio y no podían imaginar qué era un rascacielos sí entendían el dolor que supone que maten a 3.000 personas y decidieron ayudar donando al pueblo estadounidense una de sus posesiones más preciadas: 14 vacas de su rebaño. Después de que los ancianos de la tribu bendijeran los animales, las vacas fueron entregadas a William Brancick, jefe adjunto de misión de la Embajada de Estados Unidos en Nairobi como regalo al pueblo estadounidense diciéndole: «Para los masái, la vaca es vida».

Y estas olas de generosidad y empatía están presentes en España, todos los días, aunque solo el ojo entrenado pueda verlas. Olas que viajan con más fuerza cuando son urgentes. Lo vimos en las costas de Galicia cuando sucedió la catástrofe del Prestige y ahí están, puntualmente de nuevo, llegadas de todas partes para limpiar las playas de Asturias, Cantabria y Galicia. Mientras los políticos sin proyecto discuten si tú, no tú, y tú más, en silencio. Sin más armas que un colador.

¿Saben por qué? Esta vez la respuesta no nos la da George Gerbner, teórico sobre Comunicación, sino Antonio Machado, poeta. En una carta que escribiera en plena Guerra Civil a su amigo el novelista ruso David Vigodski:

«En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva».

@otropostdata

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