TRIBUNA

La India: sensaciones y claroscuros

Miquel Àngel Lladó Ribas

Miquel Àngel Lladó Ribas

Si no me equivoco fue Fernando Pessoa quién dijo aquello de que la mejor manera de viajar es sentir. Y no cabe duda que para sentir, es decir, para que algo vibre en lo más profundo de tu ser, una de las mejores opciones es plantearte una escapada a la India, un país de grandes contrastes y del cual se afirma que nunca se vuelve indiferente de él. Hacia allí decidimos dirigir nuestros pasos un grupo de amigos y amigas hace cosa de un par de semanas, decididos a descubrir por nuestra cuenta todo el bagaje de belleza y contradicción que encierra esa inmensa nación. Hasta nos pusimos un nombre, «Guindilles», una denominación que intentaba aglutinar las palabras India e Illes, y a las que decidimos anteponer el prefijo ‘Gui-’ para echarle un poco de picante a la cosa, evidentemente en honor a buena parte de la gastronomía hindú. Nada más poner los pies en Delhi, la extraordinaria metrópoli en la que conviven cerca de 23 millones de personas, pudimos constatar lo que al principio llama más la atención de ésta y la gran mayoría de las urbes indias: la formidable amalgama de gente, vehículos y animales (vacas, especialmente) que pulula por todos y cada uno de los rincones de la ciudad. El tráfico es simplemente caótico, todo el mundo circula a su aire y se diría que no conocen -o ignoran, al menos- norma de circulación alguna.

Otro aspecto a reseñar es el hacinamiento y las condiciones de higiene de esas ciudades (además de Delhi visitamos Agra y Jaipur), cuyos habitantes viven en unas condiciones poco menos que míseras, en medio de montones de basura o al lado del estiércol que las vacas dejan a su paso por todos y cada uno de los rincones de la ciudad. Si a todo ello unimos los niveles de contaminación existentes, la impresión inicial resulta ciertamente descorazonadora... Pero esas tres ciudades ofrecen a quién se acerca una riqueza patrimonial exuberante, entre la que destaca sin lugar a dudas el Taj Mahal, el suntuoso mausoleo que el emperador mongol Xa Jahan mandó construir en honor de su difunta esposa, la emperatriz Arjumand Banu Begum, más conocida como Mumtaz Mahal («la escogida de palacio»). Pocas veces se ofrece a ojos del visitante un monumento tan exquisitamente bello y armonioso, de unas proporciones perfectas y que parece surgir casi de un cuento de hadas... Aunque tampoco le anda a la zaga el imponente Fuerte Amber de Jaipur, a cuyos muros puede accederse a lomos de un elefante si los vendedores de telas y artículos de toda clase lo permiten, claro está.

Pero sin duda la India «profunda», esa que tal vez no brilla tanto pero que de alguna manera es más genuina y auténtica, está en el sur, hacia donde nos dirigimos después de ese periplo a través de las ciudades que conforman el llamado Triángulo de Oro de la India. Hampi, un pequeño pueblo rural perteneciente al estado de Karnataka, esconde entre las ruinas de la antigua ciudad de Vijayanagar la friolera de más de 1.500 palacios o templos, muchos de ellos en un relativo buen estado de conservación. Badami es también otro lugar digno de tener en cuenta, sobretodo por el espectáculo que propician los templos excavados directamente sobre la roca granítica en un barranco que bordea el gran lago Agastya, un remanso de paz solamente interrumpido por la a menudo incordiante presencia de los monos, que andan al acecho de cualquier alimento o bebida que pueda llevar consigo algún incauto o despistado turista, y que hurtan con una rapidez verdaderamente pasmosa.

Hasta aquí la descripción de esa India si se quiere más exótica o enfocada al turismo y que en nuestro caso constituyó un aperitivo, digámoslo así, de la que sin lugar a dudas fue la experiencia más emotiva e intensa de nuestro periplo: la visita a Anantapur, la ciudad sede de la Fundación Vicente Ferrer, todo un hito en la historia reciente de uno de los lugares más pobres y subdesarrollados del mundo, que dejaré para una próxima entrega.

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