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Imagen de WhatsApp en un teléfono móvil.

Imagen de WhatsApp en un teléfono móvil. / UNIVERSIDAD DE GRANADA

Felipe Armendáriz

Felipe Armendáriz

Está uno tan tranquilo en el sofá de su casa viendo ‘Uep! com anam’ de IB3 cuando recibe un mensaje alarmante de WhatsApp. «Papá, se me ha roto el móvil, te escribo desde éste para que me llames».

Felip Munar sigue deleintándonos con su enorme sabiduría sobre nuestras esencias, pero un escalofrío nos invade. Casualmente nuestra hija está de viaje. No hay forma de contactar con ella. Recapacitamos: no puede ser: será un timo.

Los estafadores modernos nos acechan día y noche. No hace falta navegar por el internet profundo, o por páginas poco seguras (¿cuáles son las fiables?), para ser víctima real o potencial de esas tramas.

Uno tiene la tarde tonta. Está viendo el programa vespertino de Ana Rosa. La presentadora, como si fuera un picador taurino, agranda la herida de una familia que tiene un hijo con problemas mentales y que se cree un obispo. Suena el teléfono.

Lo descuelgas. Al otro lado un amable joven pregunta por el titular con nombres y apellidos. «Soy yo», contestas tras quitar el volumen al aparato (Ana Rosa ya ha pasado a la crónica rosa). «Le llamo de la gestoría Geslex», dice el desconocido. «¿Con quién hablo?», añade. A continuación, y muy rápido, anuncia al incauto que le tiene que hacer una liquidación. ¡Jolines, otro pufo¡

Esta vez no estás activo. A las tres de la madrugada el móvil te despierta inopinadamente. Casi nadie remite «sms», pero esa fatídica noche recibes varios. Al primero, que te ha desvelado, siguen otros tres seguidos, como disparos. Es tu banco, que no descansa.

Te informa de que te han hecho varios cargos con tu tarjeta de crédito desde Lituania.

Con el miedo en el cuerpo buscas el número de asistencia al cliente. Llamas. Afortunadamente hay un servicio de 24 horas. Una amable operadora te confirma la situación: has sido víctima de una estafa.

Cancelas la tarjeta. A las pocas horas te levantas. Empieza el calvario. Vas a tu oficina. Te dan un resguardo de las extracciones fraudulentas. Te desplazas a la Jefatura Superior de Policía de Simó Ballester. Haces una interminable cola en la sección correspondiente. El agente que te atiende está curtido en estas lides. Ni se inmuta. Sabes que la denuncia no va a servir para nada, pero al menos intentarás revocar las operaciones. Vuelves al banco. Nuevas colas. Al cabo de unos días te anulan los sablazos. Se te queda cara de tonto y no puedes usar la visa en un mes, hasta que aparece la nueva.

En esta ocasión estás viendo por la tele al Mallorca jugar mal. Va a perder o a empatar. Da lo mismo, tu club se asoma al abismo.

Nuevo mensaje de «WhatsApp». Es un número desconocido. La imagen de la remitente es una despampanante señorita. Te dice «hola», como si te conociera de toda la vida. El prefijo es de un país del Este. Vade retro. Si picas y contestas estás frito. Tu equipo siestea sin meter gol.

Supuestamente te llaman del banco. Un locuaz empleado se presenta; hace alarde de que conoce numerosos datos sobre ti y tu cuenta. Te empieza a liar. Te dice no sé qué de que tienes que firmar una autorización con tu aplicación para algo que no entiendes. Malo, malo. Ignoras si es un gestor auténtico o un vulgar suplantador. «Ya me pasaré por la sucursal», zanjas. Los golfos no nos dejan tranquilos ni de noche, ni de día.

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