Verdiales

Un baño de azarosa realidad

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Si hoy estoy viva es debido al azar, tanto en lo que respecta a la primera acepción de ese término en el diccionario, «casualidad, caso fortuito», como a la segunda, «desgracia imprevista». Nada tiene esta aseveración que ver con lo circunstancial de todo nacimiento. Está claro que, de no haberse conocido mis padres, por razones aleatorias que ahora no vienen al caso, yo no existiría. Pero no me interesa indagar en la posibilidad del pasado que pudo no ser; para eso ya tengo la ficción. Busco, en realidad, un subterfugio que me permita alargar la divagación narrativa para no enfrentarme a las dramáticas circunstancias, igualmente casuales, que hace unos días me salvaron la vida.

Pasaban pocos minutos de las ocho de la tarde cuando, en el punto kilométrico 83 de la autovía del Suroeste, la A5, a la altura de Santa Olalla, en dirección a Madrid, un vehículo irrumpió en la vía en sentido contrario. Los motivos que llevaron al conductor de ese coche a cometer tamaña imprudencia serán objeto de una investigación policial que es posible que quede irresoluta, pues quién sabe, más allá del fatal protagonista, de 77 años y muerto en el siniestro, qué sucedió, si su temeridad se debió a un despiste propiciado por la oscuridad de la noche, muy cerrada ese día, o fue premeditado, era un kamikaze, un suicida dispuesto a acabar con su vida poniendo en riesgo las de otros.

Lo único cierto es que en el accidente múltiple que se originó se vieron implicados seis coches y, además del fallecido, hubo cinco heridos de gravedad. Cinco personas tuvieron que ser trasladadas con politraumatismos a los hospitales de la zona. Desconozco el estado actual de esas cinco personas, espero que estén fuera de peligro. Sí sé que una de ellas podría haber sido yo. Quince minutos. Novecientos segundos. Es el lapso de tiempo que me separó de la fatalidad.

Si en lugar de haber salido de mi pueblo a las siete y veinticinco, lo hubiera hecho a las siete y diez, como estuve a punto de hacer, mi coche, el que yo conducía, habría sido uno de los siniestrados. Algo tan pedestre como una bolsa de naranjas olvidada en el garaje y tan arbitrario como que en ese momento mi hermana se acordara de unas fotos de mis padres que quería enseñarme puso en marcha el misterioso mecanismo del azar.

El fastidio de una hora parada en el coche, en mitad de un monumental atasco cuyo motivo aún desconocía, mientras pasaban ambulancias, coches de policía y grúas, dio paso al estremecimiento que sentí al ver el cadáver en la carretera, cubierto con un plástico plateado, y el amasijo de hierros en el que quedaron convertidos los vehículos. Una vez pasado el tramo del accidente, era incapaz de acelerar. Mi cuerpo me pedía que parara, que me detuviera en el arcén y me echara a llorar. Pero obedecí a mi cabeza y seguí hacia delante. Es lo que siempre hacemos. Pura supervivencia.

Una lluvia intensa que llegó a ser torrencial me acompañó el resto del camino, hasta que llegué a casa. «Llegar a casa». Menuda trivialidad. Solo al cerrar la puerta y dejar el horror fuera, en la otredad, fui consciente de que el azar me había salvado la vida.

A la mañana siguiente, me acordé de uno de los libros de Paul Auster que tengo en mi biblioteca, La música del azar, y este me llevó a otro, Una vida en palabras, en el que el escritor dice, a propósito del título de esa novela: «Tenemos la libertad de tomar decisiones, de fijarnos objetivos, pero, como sabemos, ocurren accidentes, muchas veces intervienen acontecimientos aleatorios. A eso es a lo que yo llamo azar. Puede ser una fuerza destructiva, puede ser una fuerza positiva (…). La vida resulta mucho más extraña e impredecible de lo que la mayoría de nosotros deseamos que fuera. Es casi insoportable pensar que gran parte de las cosas que ocurren son arbitrarias. Sencillamente, no lo podemos soportar». Y, sin embargo, así es. Conviene que quienes tenemos la suerte de seguir viviendo lo tengamos presente. De ello puede depender nuestro futuro.

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