TRIBUNA

Un café por Pedro Garau

J. Teresa de Ruz Massanet

J. Teresa de Ruz Massanet

A veces, lo de tomar un café atrapa a una en algún lugar por sorpresa y en el momento más inesperado. No es la bebida en sí, sino el evento. Ese «tomemos un café» puede ser un universo de sensaciones agradables antes que paladear propiamente dicho el líquido venerado y oscuro.

Hace ya dos sábados que habíamos salido demasiado pronto de nuestro almuerzo, en cuyo menú no se incluía el café. Era la excusa perfecta y no planeada para culminar el encuentro de dos amigos y aproximarse un poco al disfrute de esos llamados pequeños placeres de la vida.

Al salir a la desoladora hora de las dos y media, atravesamos un panorama de viento y hojas crujientes que castigaba a los viandantes, un hormiguero de conciudadanos que regresaba a casa a comer o aún buscaba dónde hacerlo. Algunos ya acomodados en terrazas, soportaban sin darse cuenta de su aguante el frescor y las súbitas ráfagas de viento. Una estampa desordenada y sin calma.

Después de caminar unos metros por calle Aragón, cuando todos almorzaban sobreviviendo a ese mini-caos, allí estábamos, avanzando incómodos, buscando una cafetería, una cualquiera. Una que nos acogiera de aquello y nos resguardara de la digestión que amenazaba con amodorrarnos, así que, después de que él sentenciara «esa de allí, está bien», nos metimos en un lugar donde se servían cafés, sí, pero no era una cafetería. El eco de la sala, las mesas y sillas pegadas a la pared parecían destartalar el espacio y dejaban una plaza de toros vacía en medio iluminada por fluorescentes de luz blanca. Estaba desalmada. Cuando dimos dos pasos dudosos dentro, le dije un «no me gusta», a sabiendas de que podría resultar como un capricho. Pero me dio igual. Ya no es momento de conformarse con cualquier cosa y los «bueno, vale» se agotaron en el espejismo, a veces, de la negociación con los hijos.

Luego giramos a la derecha, él sabía dónde íbamos. Entramos en una especie de dimensió desconeguda, porque ya no había un alma en la calle y sólo se oía el shhh fantasmagórico de las hojas y ramas de los árboles que se frotaban entre sí movidos por el viento. Y llegamos a una panadería con servicio de cafetería por la inmediaciones de Pedro Garau.

La puerta se cerró sonoramente detrás nuestro. Pero al entrar, el silencio se hacía rotundo oliendo a pan suave, a nube de harina envolvente. La iluminación de unos pocos focos daba una calidez oscura, como de a punto de entrar en la penumbra. Era una panadería con algunas mesas y sillas de cocina de décadas anteriores. No era un retro intencionado. El mostrador no estaba abarrotado de productos, se notaba que ya habían hecho el negocio por la mañana. La dueña, sentada entre las sillas, casi invisible, veía una película del canal TCM en una televisión de tubo subida en el último estante de un mueble de pan. El sonido del audio parecía como el de una voz salida de una escafandra.

Mientras tomábamos un café con leche, él me hablaba del infortunio de la vida de algunos escritores, a la vez que yo veía la pantalla panorámica que se presentaba delante de mí. Las cristaleras que daban a la calle ofrecían la imagen de una película ficcionando el transcurso del otoño: hojas secas por las calles, volando todas al unísono a ratos, y de pronto arremolinándose entre sí. Las más fuertes aún aguantaban en los árboles que estiraban sus ramas, como si trataran de resistir alguna fuerza centrífuga. Continuamos la charla y luego nos fuimos. Como el mismo viento, pero mucho más tranquilos.