Cosas de niños

Meryem El Mehdati

Meryem El Mehdati

Puede ser la mejor y la peor de las épocas, la infancia. Los recuerdos que se conservan de esos años pasan a difuminarse con el tiempo y se vuelven vagos, imperfectos, pero las personas en las que nos convertimos de adultos tienen mucho que ver con esos primeros años. Si se nos quiso bien o no, si se nos cuidó bien o no, si se usó la paciencia, el cariño y la atención para plantarnos firmes en la tierra. Si se nos enseñó a dar los primeros pasos con los brazos de nuestros padres extendidos para amortiguar las caídas. Se me rompe el corazón de vez en cuando por los niños, pero sobre todo por ellas, por las niñas. El mundo está lleno de personas oscuras y recovecos sin luz que no tendrían que aparecer en sus caminos, y sin embargo surgen. Se los encuentran. Se topan con compañeros de colegio que casi a diario, durante todo un curso escolar, las arrastran de los brazos y las piernas detrás de unos setos, les bajan la ropa interior, les arañan sus partes íntimas y las restriegan con tierra. Una niña de 6 años en Badajoz aguantó un año entero antes de contarles a sus padres lo que otros tres niños de su edad le hacían en el recreo. Seis años, una se pregunta dónde aprendieron a hacer eso esos menores, dónde lo han visto para pasar a replicarlo, cómo puede pasárseles por la cabeza hacerle algo así a una chiquita a la que ven todos los días y que estudia con ellos. ¿Quiénes son sus adultos de referencia, a qué clase de entorno están expuestos?

Preguntas y dudas

Surgen muchísimas preguntas y dudas, por supuesto, como dónde estaban los profesores que quedaban al cuidado de esas criaturas durante la hora del patio, qué vigilaban, a qué estaban exactamente, cómo es posible que no se diesen cuenta de algo así. Se puede no estar atento un día, dos, tres. ¿Pero todo un curso escolar? En la noticia explican que la menor llegaba a casa con moratones y heridas muy a menudo. También se resuelve que la causa se archiva porque los menores son inimputables. Yo pienso en el director de ese colegio y en el "Plan de actuación en relación contra las alteraciones de la convivencia por acoso escolar en los centros educativos" que activó la consejería de Educación. Seis años es muy poca vida para entender que la justicia muchas veces no existe y que las personas con el deber de proteger a quien todavía no puede hacerlo por sí mismo se desentienden de su trabajo con mucha facilidad y ninguna consecuencia. El asunto se zanja así: dos de los supuestos acosadores son trasladados a otro centro, pero el tercero todavía sigue en ese mismo colegio. A quien se aísla es a la víctima para que no se cruce con su acosador en el recreo, en los pasillos y en el comedor. Nadie dimite ni se hace responsable de nada. Me gustaría ser el tipo de persona que considera y confía en que con un poco de suerte esta niña olvidará con el paso de los años esa experiencia, como si el tiempo fuese una suerte de goma de borrar implacable que cura todo. Quizá llegue a la edad adulta con un ligero eco de lo que sucedió, apapachada por esa neblina que rodea el principio de toda vida, un muro entre nuestros primeros recuerdos y la primera toma de consciencia que tenemos de nosotros mismos. Ojalá sea así. Seis años son tan poco.

Digo que me gustaría ser de ese tipo de personas porque yo no lo soy y porque les atribuyo cierto tipo de inocencia que solo poseen quienes nunca lo han pasado mal. A mis 32 sigo sin poder pasar más de diez minutos en la localidad en la que estudié sin que me pique toda la piel del cuerpo. Cómo sufrí en ese instituto, no se lo imaginan. Diecisiete años después recuerdo con precisa exactitud la garganta cerrada, las manos agarrotadas y sudorosas, el pánico en el estómago cada día al cruzar la reja negra de la entrada. Una de las profesoras a las que acudí desesperada me felicitó hace un tiempo tras leerme en este periódico. Supongo que olvidó que fue ella la que me encerró en la biblioteca de ese instituto para que hablase las cosas con mis acosadores, siete alumnos que se entretenían robándome mis libros, escondiéndome los apuntes y torturándome psicológicamente cada día, quién sabe por qué. Yo todavía no he podido olvidarlo. Creo que nunca podré.

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