He ahí el asombro

Ana Martín

Ana Martín

Dilan Yesilgöz-Zegerius nació en Ankara en 1977 y tuvo que huir de Turquía con su madre y su hermana cuando tenía tan solo siete años. Ella misma recuerda ese viaje como una travesía en medio de la noche, esquivando los controles, en un arriesgado periplo que las llevó desde Bodrum a la isla de Kos, en el mar Egeo, en una embarcación desvencijada y peligrosa.

Luego, a través de Atenas, llegaron a Países Bajos, donde ya se había refugiado su padre, Yücel, un sindicalista que huyó de su país tras el golpe de estado de 1980.

Gracias a la reagrupación se pudo reconstruir una familia rota por la inmigración, una de tantas miles en el mundo, con relatos que siempre son únicos y siempre son el mismo.

Debió ser, desde luego, una experiencia terrible, de esas con las que se sigue soñando cuando ya se está a salvo. De las que te asaltan el pensamiento muchos años después de haber sucedido. El trauma de la migración, tan poéticamente llamado síndrome de Ulises, está más que descrito y, aunque los niños tienen una capacidad asombrosa de sobreponerse a los golpes, la huella persiste.

La pequeña Dilan creció amparada por el sistema público holandés y criada por unos padres que, según sus propias palabras, lucharon por los derechos de las minorías en su tierra natal. Se licenció en la Vrije Universiteit Amsterdam (Universidad Libre de Amsterdam). Pasó por varias formaciones políticas y, finalmente, acabó en el Partido Popular por la Libertad y la Democracia, que hoy lidera con el objetivo de convertirse en la primera mujer al frente de los Países Bajos el próximo mes de noviembre.

Así contada, la suya es una historia de superación, de esas que nos reconcilian con la vida, nos tocan emocionalmente y nos hacen creer que hay esperanza. Que el sufrimiento, a veces, se ve recompensado. Que la lucha por la supervivencia en un entorno hostil forja seres excepcionales, capaces de alcanzar un futuro brillante.

Estoy segura de que, en ese camino, que sería durísimo, hubo rechazo al distinto, pero también muchas manos ayudando. Gente que acogió sin reservas a su familia. Tal vez vecinos solidarios que intentaron hacer más fácil su adaptación. Probablemente alguna profesora que, con paciencia, la ayudó a aprender el nuevo idioma. Niñas que jugaron con ella en la calle.

Sin embargo, la candidata del VVD parece creer que esa senda la recorrió sola y, apoyándose en ese individualismo, no piensa ponérselo fácil a quienes llegan a su país en las mismas condiciones que ella lo hizo hace cuatro décadas.

Muy al contrario, no se cansa de hablar de la necesidad de establecer controles más estrictos en las fronteras y de limitar la reunificación de familias, apelando a la presión demográfica.

No son palabras que suenen nuevas ni siquiera en Holanda, un país que se ha caracterizado a lo largo de la historia por su multiculturalidad, y no es menos cierto que las solicitudes de asilo han aumentado, pero el contrasentido es más que evidente.

Con medidas como la que Yesilgöz defiende, Yesilgöz no podría haber llegado a ser candidata a liderar los Países Bajos ni podría defender esas medidas.

He ahí el asombro, el bucle doloroso, la paradoja incomprensible.

La explicación que dan quienes la apoyan no convence, me temo, ni a los mismos que la esgrimen. Decir, para defender su postura, que «sabe de primera mano lo que le conviene al país en materia de migración» está a medio camino entre el chiste macabro y la más absoluta falta de empatía.

Pero así somos, al fin. Materia contradictoria y amnésica que un día huye de la desgracia y, al otro, vuelve la espalda al desgraciado.

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