No tan elemental, Watson

José Carlos Llop

José Carlos Llop

Para un escritor hay dos maneras de enfrentarse a los mitos literarios y recrearlos. La primera es resucitarlos, introduciéndolos en un relato pariente de los suyos. Por ejemplo, tomamos a un joven Hércules Poirot y lo hacemos viajar hasta el balneario de La Toja para que resuelva el enigma del asesinato de Prim cometido años atrás en Madrid. ¿Por qué La Toja? ¿Quién realiza el encargo y paga el viaje?: Amadeo de Saboya, muy envejecido y viviendo en una villa de la campiña turinesa, escondido tanto del mundo como de su mundo, si es que lo tuvo alguna vez y ésta sería otra de las claves a desentrañar. No busquen la novela en Agatha Christie porque me la acabo de inventar ahora mismo. Pero si pienso en Sherlock Holmes, me viene a la memoria una serie escrita por el jesuita mexicano Carlos María de Heredia, titulada Aventuras espiritistas de Sherlock Holmes y la novela de Carlos Pujol, Los secretos de San Gervasio, donde el famoso detective resuelve un caso en Barcelona.

La segunda opción es suplantar a los mitos. Que un fanático seguidor de las aventuras de Raymond Chandler, por ejemplo, suplante al detective Marlowe y sus modos en un caso de tráfico ilegal de gasolina en Tánger y de paso haya de salvar a la hija del cónsul norteamericano enamorada del capitoste de una peligrosa red de tráfico de personas con vínculos nazis en Sudamérica. Tampoco existe esta novela, pero El problema final, última entrega de Arturo Pérez-Reverte, se encuadra en la escuela de la suplantación, más complicada que la de recreación, donde el molde está hecho, mientras que aquí el molde nuevo ha de ser tan o más creíble que el viejo. Lo hizo Julian Symonds en Un problema de tres pipas –con la que El problema final tiene en común que su protagonista es un actor– y lo ha hecho ahora Pérez-Reverte sin despeinarse. Es decir, impecablemente.

El problema final sitúa al lector en un viaje en el tiempo: leer la novela te devuelve a la atmósfera sentida, décadas atrás, cuando leías los relatos de Holmes, sí, pero, sobre todo –al menos en mi caso– las novelas de Agatha Christie. Una especie de nítida geometría cartesiana que se refleja en la maestría de los diálogos –la novela está construida con diálogos y la acción hecha de frases dialogadas– llena de guiños esparcidos por todas sus páginas. Y ahí la novela se convierte en una casa de bondades. Ya sólo en su comienzo, donde su protagonista, tras comprar un sombrero en Génova, tropieza con un productor cinematográfico italiano y su amante, cantante libanesa de ópera, nos hallamos en una aventura de Tintín y uno lo agradece con una sonrisa, pero no diré más porque es el lector quien ha de ir disfrutando de las claves y las trampas escondidas a lo largo del relato y estamos hablando de Sherlock Holmes. Perdón, de Hopalong Basil, su protagonista, un actor que ha interpretado el papel del detective en varias películas y que de tanto hacerlo ha adquirido sus maneras para resolver los misteriosos asesinatos que se producen en el hotel de una pequeña isla frente a Corfú. Sólo añadiré que la atmósfera de esa isla, aislada por una tormenta mediterránea que no cesa, es otro gran personaje de la novela. Sólo con dos pinceladas, además.

Pero he hablado de un viaje en el tiempo del lector a través de su memoria, y hay otro que viene dado por el ambiente y la constitución de los personajes: su educación, su vestimenta, sus aficiones, sus formas de relacionarse, la imbricación de sus distintas tramas… Estamos en otro mundo que ya no es éste, pero que nos es muy familiar. El tiempo de ahora, en cambio, es de los crímenes cuanto más sádicos y morbosos mejor, el de las conexiones sobrenaturales, el de los detectives tan delincuentes como los delincuentes; el de Pérez-Reverte se ampara en una elegancia perdida… hasta en el crimen. ¿Entonces…? ¿Somerset Maugham?

Algo de eso hay, pero también Amor Towles y su caballero en Moscú o el propio autor, sí, y su tango de la Guardia Vieja. Aunque Hopalong Basil comparta los sombreros con Falcó (y con Arturo). Olvida usted a Conan Doyle, a Holmes, a Watson… No, no olvido nada. Sin el mundo que ellos crearon esta novela no existiría, pero sin los mundos que ha ido creando Arturo Pérez-Reverte desde hace años, tampoco lo haría. El problema final es una novela de celebración de todo eso. Como lo son las vitrinas de la casa de Pérez-Reverte, su colección de sables, los barcos y su biblioteca: una eterna –mientras vivamos– celebración de la literatura.

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