Responde, máquina

Yolanda Román

Hace unos meses, un hombre llamado Jason Allen ganó un concurso de bellas artes en Estados Unidos con una obra generada por inteligencia artificial. Por supuesto, hubo polémica y desmesura. Algunos artistas vieron en este caso la destrucción del arte, pero lo más interesante de la controversia fue la postura orgullosa de Allen: la máquina no hizo el dibujo, hizo lo que él le pidió que hiciera. Todo el mérito era suyo, pues supo guiar a la inteligencia artificial a hacer lo que él había imaginado o deseado. Según esto, lo relevante no es lo que la máquina puede hacer, sino lo que podemos pedirle. No son las respuestas lo que importan, sino las preguntas.

En un mundo saturado de datos, se multiplican las herramientas de inteligencia artificial que nos prometen respuestas rápidas y, por tanto, más eficiencia, mayor productividad en la gestión del conocimiento y la información. Hay cada vez más aplicaciones y programas que facilitan significativamente las tareas de investigación y generación de contenidos, ahorrándonos tiempo y a veces hasta dinero.

Chatbots, asistentes virtuales, generadores de imágenes, softwares de traducción que ya están haciendo nuestra vida aparentemente más fácil, aunque no sean del todo rigurosos, seguros ni tampoco fiables.

En el tiempo que se tarda en leer estas líneas escritas, miles de estudiantes, profesores, abogados, diseñadores, periodistas, empresarios o artistas han pedido compulsivamente a una máquina que responda, redacte, desarrolle o invente algún contenido cualquiera, desde un cuento infantil hasta una demanda judicial o una necrológica, pasando por un trabajo de microbiología. Preguntamos cualquier cosa y recibimos respuestas inmediatas y cada vez más acertadas, aparentemente válidas, basadas en los millones de datos disponibles que sólo una máquina puede procesar a esa velocidad. Parece todo muy útil. ¿Lo es realmente?

Podemos pedirle a ChatGPT que escriba un poema de amor en una tarde de lluvia en Nueva York y seguramente nos sorprenderemos positivamente con el resultado, pero es fácil entender que estas herramientas son útiles no en función de sus respuestas, sino de nuestras preguntas. Preguntas sencillas recibirán respuestas adecuadas, pero ante preguntas sofisticadas la máquina no aguanta ni un asalto. ¿Cuántas personas habrán preguntado a una inteligencia artificial cómo terminar con la pobreza en el mundo? No lo he probado, pero es casi seguro que la respuesta de la máquina será vaga, insustancial y decepcionante.

Hay una verdad inmutable que ya se defendió en la Grecia clásica con el método socrático: las preguntas son la esencia misma del desarrollo intelectual. Cualquier profesor de primaria sabe que el alumno brillante no es el que responde correctamente a los problemas, sino el que formula las preguntas adecuadas, profundas o disruptivas. Las máquinas no preguntan, sólo responden. Dependen de nuestra curiosidad, nuestra creatividad y nuestro propósito para funcionar y servir, para ser útiles. La dialéctica, sin embargo, no es una competición, es un ejercicio de colaboración, de simbiosis. No se trata de imponerse, ni siquiera con la fuerza intelectual, sino de profundizar y avanzar en el conocimiento y la comprensión a través de los planteamientos adecuados.

Resulta excitante pensar que podemos generar una colaboración con la inteligencia artificial para crear obras de arte, para profundizar nuestros análisis e investigaciones, para encontrar soluciones a problemas complejos, incluso los más complejos. Pero debemos tener claro que la calidad de ese diálogo dependerá de la calidad de las preguntas que se hagan. Y esas, sólo los humanos podemos formularlas.

Responde, máquina

Responde, máquina / Ilustración: Freepik

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