Luna de agosto

Las primeras veces

El verano es la estación en la que a menudo ocurren las cosas por primera vez: el primer amor, el primer cigarro, el primer Mundial, el primer beso consentido y el primero a traición

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Hay un momento en la vida, el que transita de la infancia a la pubertad y da paso a la adolescencia, en que el verano se convierte en la estación en que las cosas ocurren por primera vez, de julio a septiembre, entre el final de un ciclo escolar y el comienzo del siguiente; o durante ese paréntesis laboral que dura un suspiro, en el tráfago en que las primeras veces comienzan a ser un recuerdo.

Recordamos las primeras veces y también las últimas, el primer pitillo y el último, pero relegamos pronto las segundas y las terceras, cuando aquella sensación primigenia acaba envuelta en la rutina de las demás estaciones, que reservamos para la procelosa tarea de sobrevivir, tan esencial y ordinaria que aletargamos las ilusiones hasta el julio siguiente. La vida era y es aquello que transcurre entre veranos, que son una película de vivencias infantiles, primero; luego, de historias adolescentes, más tarde de estrenos adultos y en lo sucesivo, drama o comedia, según soplen los días. La primera vez es extraordinaria; las siguientes, hábitos y costumbres de aquella versión original. Ansiamos el verano en busca de la sensación del momento primitivo que no vuelve a repetirse, como el heroinómano que persigue durante toda su carrera de yonki el efecto de la primera dosis.

La playa, la montaña, el pueblo, diferentes escenarios para un guion que regresa cada año metido en un bucle y con distinto atrezo, sin distingos generacionales. Hagan memoria estival: el primer beso, la primera pareja, el primer amor, el primer calentón y el primer restregón; el primer desengaño, el primer cigarro y la primera borrachera que tratamos de ocultar en casa; el primer día que nadamos sin flotador, la primera vez que hicimos una excursión en bicicleta, el primer brazo roto y aquella mañana que nos bañamos en una poza de aguas gélidas en un pueblo de la sierra; el primer baile en una verbena o en la terraza de un hotel de costa, aquella tarde que salimos del cine de verano creyéndonos Bruce Lee o la fiesta en la playa en la que descubrimos partes de otro cuerpo desnudo, a veces el cuerpo entero.

Si la vida es bonita -hay hechos inmundos que también se distinguen mientras pervive el solsticio-, no hay sensación comparable a la de las primeras veces, que tomamos por irrelevantes, pues ignoramos su trascendencia y nunca la vemos venir porque desconocemos que va a ser memorable. Al primer cigarro le sigue un sudor frío y atroz, una arcada impetuosa y un vómito inevitable; al primer beso, un estado de altibajos emocionales; al primer amor, una inocente emoción estival trasegada de vaivenes esperanzados y desengaños imprevistos que atacan directamente a lo más hondo de la dignidad, cuando el amor es importante, pero lo es más el amor propio.

Dejó escrito Antonio Machado que su infancia eran recuerdos de un patio de Sevilla. Cuántas primeras veces debió de vivir el poeta en aquel claustro. Lo mismo da un patio de Sevilla que una peña en Cercedilla o la fría arena nocturna de una playa del Mediterráneo. En verano, en pueblos de litoral y montaña, niños, jóvenes, mujeres y hombres viven por primera vez un concierto de rock, una película de Terence Hill y Bud Spencer, unos Juegos Olímpicos, las finales de un Mundial; a Pelé, a Cruyff y al Torpedo Müller, a Kempes, Zico y Juanito, el gol de Maradona y la mano de Dios, el codazo a Luis Enrique y el cabezazo de Zidane a Materazzi, los goles de Cristiano y la copa alzada de Messi; los Tours de Perico e Induráin; los días en que Iniesta y Olga Carmona llevaron a España a la gloria; las sobremesas con El coche fantástico y El gran héroe americano y las noches del Grand Prix o el enésimo verano en que vimos morir a Chanquete. También el beso infame de un señor que minutos antes se llevó la mano al sitio ante todo el planeta y una reina de España. Los veranos también son propensos a esos días grises y ese sol de la infamia.

A medida que crecemos aminoran las primeras veces y son más espaciadas sus alegrías. El primer matrimonio, el primer divorcio, la primera hija, el primer nieto, el primer achaque, el primer amigo al que enterramos. Y al final de todo, cuando creemos que nada nuevo nos falta por vivir, resulta que solo nos queda una cosa que jamás habíamos hecho. También es la última, da igual la estación. En estos casos siempre me acuerdo del aforismo de Nietzsche: «¿Era esto la vida?, le diré a la muerte. Pues que empiece otra vez».

Suscríbete para seguir leyendo