Limón & vinagre

Limón & vinagre | Harrison Ford, actor: El tiempo y un viejo arqueólogo con sombrero Fedora

Harrison Ford, en la pasada edición del Festival de Cannes, donde presentó la última entrega de Indiana Jones.

Harrison Ford, en la pasada edición del Festival de Cannes, donde presentó la última entrega de Indiana Jones. / Sarah Meyssonnier

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

Parece ser que en la última entrega de Indiana Jones (... y el dial del destino), existe un instrumento codiciado por los buenos y los nazis que permite viajar en el tiempo. De hecho, los que viajamos somos nosotros, los espectadores, que podemos asistir a la ancianidad de Harrison Ford mientras recordamos cómo era aquel arqueólogo cuando tenía 38 años y protagonizaba el primer episodio de la saga, En busca del arca perdida. De hecho, la misma película nos enseña un Ford rejuvenecido (prodigios de la técnica), yendo a caballo por las calles de Nueva York y también un hombre viejo (tiene 80), desengañado y pensativo, que vive solo y que se lamenta de los gritos de los jóvenes vecinos, justo cuando los americanos llegan a la Luna.

Desde 1981, hemos visto cómo un discreto profesor universitario se convertía en un intrépido explorador y nos hemos divertido con sus peripecias, a medio camino de las antiguas películas de aventuras y de una nueva forma de enseñar la figura del héroe, con humor y distancia. «No pienso en el paso del tiempo», dijo Harrison Ford en Cannes, cuando presentaba el último capítulo de Indiana. «Lo padezco». Sin embargo, pese a este círculo que se cierra, se ha hecho viral la respuesta a la pregunta de una periodista sobre el atractivo sexual que todavía conserva: «He sido bendecido con este cuerpo y, sí, todavía puedo montar a caballo», con una expresión ciertamente socarrona y con doble sentido.

Su atractivo (no solo el sexual: cuando tenía 56 años la revista People le consideró el hombre más sexy del mundo) es una extraña combinación de indolencia, ironía y agresividad, con algunas gotas de sentimentalismo. «Solo sé que pagaría a gusto la entrada al cine si Harrison Ford sale en la película», ha dicho Carlos Boyero. Y no solo como Indiana, sino también como el Han Solo de La guerra de las galaxias, o el John Book de Único Testigo (¡cuando baila el Wonderful World de Sam Cooke!), o el policía que persigue a replicantes en Blade Runner, o el David Halloran de La calle del adiós, una romántica película de Peter Hyams. Quizá no sea el mejor actor de la historia y quizá fracasaría si ahora hiciera de Rey Lear, pero su presencia es magnética y, desde la contención, electrizante. «Fue genial ser joven», dijo también en Cannes, después de recibir la Palma de Oro honorífica y de emocionarse con el reconocimiento a su trayectoria, «pero estoy contento de ser viejo». El resumen de todo esto, podríamos ir a buscarlo en una fotografía que la estilista Elisabeth Stewart colgó en las redes. Ford y su esposa, la Calista Flockhart de Ally McBeal, están en la habitación del hotel. Ella viste un traje negro de tul, risueña, y él la contempla desde el umbral de la puerta del lavabo. Manos en el bolsillo. Medio sonríe, discreto, con la pajarita y aún sin el esmoquin. La belleza de la vejez. O al revés, como ustedes deseen.

Tienes la sensación (y él mismo lo ha insinuado más de una vez) de que nunca tuvo la obsesión de ser actor. Mientras estudiaba en el Ripon College de Wisconsin, se matriculó en clases de interpretación, pero cuando llegó a Los Angeles solo le ofrecieron un contrato de extra. Lo aceptó y su actuación más aplaudida fue la de un botones de hotel que entrega un telegrama a James Coburn. Apenas cuarenta y cinco segundos de gloria. Como no lo veía claro, la mitología fordiana nos dice que para mantener a la familia decidió ejercer de carpintero (aprendió el oficio en manuales que leía en la biblioteca) y arregló puertas y ventanas a las estrellas de Hollywood y después vino George Lucas y le fichó para American Graffiti (en un rodaje donde Ford se ve que tenía sed de cerveza y de gamberradas) y luego regresó a la carpintería y trabajó en las oficinas de Francis Ford Coppola, y Lucas, que corría por allí, se volvió a fijar en él y le convirtió, de casualidad, en el piloto de las galaxias, aquella «película tonta, pero maravillosamente hecha». Y como Tom Selleck rodaba Magnum, P.I. y no tenía tiempo, Spielberg pensó que el mejor Indiana sería Harrison Ford. Y ahora se cierra el círculo.

En medio, tres matrimonios, películas memorables y accidentes diversos (en coche, en helicóptero y en avión), roturas de costillas y ligamentos, hernias discales y un largo etcétera de tropiezos. Es lo que tiene que ser un héroe en activo. Y, por cierto, una hormiga de Honduras (Pheidoleharrisonfordi) y una araña de California (Calponiaharrissonfordi) con su nombre. Esto no puede decirlo todo el mundo.

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